DOSIER: Acción social y solidaridad | Vitoria | Ilustación de Jaume Molera | Extraído del cnt nº 428
Desde un veterinario que en su visita al pueblo podía repartir consejos más o menos saludables a quienes preocupados por las bestias que él trataba le invitaban a merendar mientras le consultaban acerca de dolencias personales; hasta el envío de una foto por teléfono al médico formulando un casi autodiagnóstico para ir luego corriendo a una farmacia y adquirir fármacos, marcan límites de una sanidad vivida en cincuenta años.
Hemos pasado de población preocupante porque poníamos en peligro la salud pública, a población preocupada porque la sanidad ideada por el estado de bienestar nos produce malestar. Ni antes preocupaba tanto la salud colectiva, ni nos dañará tanto la desintegración del estado.
Al uso intensivo de la tecnología creadora de expectativas le acompaña la normalización de la firma de consentimientos informados. Estos documentos opacos nos transfieren toda responsabilidad, incluso bajo anestesia, liberando de la misma a gestoras y autoridades sanitarias. Nos arrincona en la encrucijada de confiar ciegamente consintiendo o sucumbir al dilucidar si no nos traerá más bienestar que nos ignoren, que dejarnos curar al convertirnos en laboratorio experimental al servicio de sospechosas ingenierías que constriñen nuestros sueños.
Una buena parte de las enfermedades que padecemos resulta de la somatización de malestares colectivos, y de condiciones de vida impuestas y nocivas. Se traducen en múltiples patologías de nombres extraños, y aun cuando podemos llegar a enfermar en grupo, buscamos asistencia médico sanitaria de manera individual: unas, esperando pacientes; y, otras, corriendo cual ágiles clientes. ¿Pacientes o clientes?
Somos cuerpos que viven en un medio, y la salud es el estado de nuestros cuerpos. Así, hablaremos de mala salud cuando los cuerpos sufren; o, de buena salud, cuando los cuerpos disfrutan. Dicen que son tres las esferas que interfieren en la salud: biológica, social y psíquica. No creo que tenga mayor importancia ya que interactúan y se influyen entre sí de manera integral. Lo relevante es entender esa compartimentación como estrategia sanitaria al servicio de la desarticulación de los sujetos políticos. Esto es, designarte como único artífice de tu bienestar y de tu salud incluso cuando las causas de lo que sufres, nacen de las artimañas de quienes gestionando lo de todos y todas, no piensan más que en sus bolsillos.
Una buena parte de las enfermedades que padecemos resulta de la somatización de malestares colectivos, y de condiciones de vida impuestas y nocivas. Se traducen en múltiples patologías de nombres extraños, y aun cuando podemos llegar a enfermar en grupo, buscamos asistencia médico sanitaria de manera individual: unas, esperando pacientes; y, otras, corriendo cual ágiles clientes. ¿Pacientes o clientes? Ahí encuentra la sanidad y toda la industria subsidiaria, la posibilidad de tratar nuestros cuerpos no solo con soluciones individuales sino incluso compartimentándolos, para mayor confusión y mejor neutralización de toda disidencia. Ahí se genera la producción de necesidades, la mercantilización de dolores, y la fabricación de miedos, afianzando el imperio de los privilegios, y designando a los elegidos: titulares de patentes o de empresas aseguradoras. Emergen de esta manera fronteras infranqueables que facilitan que solo algunas personas luzcan sonrisas sanas y estéticas; lleven prótesis de materiales más nobles; caminen, oigan y vean mejor con las ayudas técnicas que precisan; etc.
A las tres esferas mencionadas se sobreponen otras tres no menos importantes: lo real, lo imaginario y lo simbólico. Distinción nada baladí puesto que de cómo yo perciba mi situación y mis posibilidades de maniobra y mejora dependerán mis decisiones y acciones. Configuran un «mercadillo de la salud» en el que prácticas, protocolos y tiempos difieren a la luz del sesgo que imprimen clase social, género, procedencia y edad.
La salud es también, y siempre, posibilidad; por más que se esfuercen en que aprendamos que procesos bioquímicos y genética dirigen nuestras vidas determinando sus epílogos. Y la posibilidad es capacidad. De ahí que la certeza de ser asistida adecuadamente en caso de necesidad influye en mi estado de salud. No contar con esa certeza me afecta, enferme o no enferme. Sospechar que un tratamiento pueda serme prescrito no tanto por su utilidad, sino porque hay que rentabilizar la inversión inicial que exigió, o garantizar el enriquecimiento de otras personas en detrimento mío, afecta a mi salud. Tanto las listas de espera como la facilidad con que ansiolíticos y antidepresivos se recetan devienen herramientas desestabilizadoras de sujetos políticos y neutralizan la búsqueda de soluciones racionales y humanas.
Ya es tarde para recuperar una sanidad pública y universal, si es que la hubo, porque hace demasiado tiempo que encubiertamente fue privatizada y suficientemente deteriorada como para que hasta las personas que no tenemos más remedio que utilizarla la denostemos.
A las muertes derivadas de errores médicos les han puesto un nombre lo suficientemente complicado, iatrogénico, como para que cuando veamos datos estadísticos no comprendamos. Los suicidios, duros indicadores de la salud de la sociedad, son ocultados por temor a réplica, o no permiten análisis diacrónicos, por arbitrarias razones teórico-conceptuales. Si los miramos someramente observamos que tienen una curiosa relación inversa con el volumen de gasto público en sanidad, entre otros.
Me parece que ya es tarde para recuperar una sanidad pública y universal, si es que la hubo, porque hace demasiado tiempo que encubiertamente fue privatizada y suficientemente deteriorada como para que hasta las personas que no tenemos más remedio que utilizarla la denostemos. Luchar contra la privatización de la sanidad no garantiza ni la deontología ni la ética de quienes gestionen los sistemas sanitarios públicos. Tampoco nos garantiza poder enfrentarnos al acecho incansable de los grandes productores de enfermedades que a su vez son los grandes creadores de soluciones farmacológicas, tan a menudo mágicas como estériles. O sea, grandes depredadores. Poco racional es la relación entre lo mucho que tarda nuestro sistema educativo en producir trabajadores médico sanitarios, y lo poco que tarda en «destruirlos» a base de jornadas de trabajo extenuantes y salarios miserables. Se me antojan más eficaces que la sanidad pública y la farmacia, la autogestión y la organización sindical, como medidas de salud preventiva, curativa o paliativa. Parafraseando un popular título de los noventa, quizás convenga gritar hoy «Más Reclus y Kropotkin, y menos ibuprofeno y enalapril».