DOSIER: Vivir sin penas | Ilustración de La Rata Gris | Extraído del cnt nº 437
La progresiva regulación de nuestras vidas en nombre de la seguridad y de la convivencia, hasta el punto de llegar a asfixiarnos (aunque generalmente sea de una manera metafórica), es una de las principales herramientas del Estado de Derecho para el control de su población. No descubrimos nada nuevo. Distintas acepciones de la misma palabra lo dejan muy claro: “poner en orden algo”, “ajustar el funcionamiento de un sistema a determinados fines”. Pero ¿cuál es ese orden? ¿a qué fines responden? Estas son preguntas de difícil respuesta, más que nada, porque pueden tener varias soluciones posibles. Así que veamos algunos ejemplos para ver a qué nos referimos.
Regular la convivencia ciudadana = regular la vida cotidiana y controlar los colectivos vulnerables
En el 2006 llegó al Estado español una normativa municipal que decía venir para “regular la pacífica convivencia ciudadana”. Sí, estás en lo correcto, hablamos de las conocidas como “ordenanzas cívicas”, un compendio de diferentes normativas existentes con añadidos de prácticas no reguladas hasta el momento. Un cóctel de directrices, prohibiciones y sanciones que más que facilitar la convivencia ciudadana, buscaba un determinado orden en las ciudades: transformar los espacios de relación y de lucha, en lugares de tránsito y consumo. Hacía falta un perfil de ciudadanía acorde con el modelo de ciudad que quieren imponer: obediente, vigilante de sus convecinos, temeroso, consumista.
Así que sí, la regulación nos afecta a todas las personas en el contexto territorial que tenga vigencia cada normativa o ley. Pero es cierto que la regulación también se ha utilizado para controlar determinados tipos de población. Un buen ejemplo sería el colectivo de trabajadoras sexuales. La prostitución, al no ser una práctica ilegal en España, algunos de sus aspectos son regulados por este tipo de normativas municipales, que buscan controlar aquello que no se puede prohibir, mediante el control de los espacios donde se desarrolla esa actividad. Y no nos referimos a cualquier espacio, sino a los espacios públicos. Con esta medida se condenó al colectivo de prostitutas a una mayor vulnerabilidad, si cabe, al ser expulsadas al extrarradio u obligadas a trabajar en prostíbulos o en pisos de compañía. Pero también está afectando a otros colectivos vulnerables, como, por ejemplo, el de migrantes y otros que dependen del espacio público para desarrollar su actividad.
Regular la seguridad ciudadana = regular la protesta social
Otro ejemplo de regulación que estrangula es la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, también conocida como “Ley Mordaza” y que hizo su aparición en 2015. Esta ley hizo saltar las alarmas en muchos sentidos: supuso un ataque a la libertad de expresión y a la democracia, cuyos máximos exponentes los vimos en raperos y cantantes condenados a prisión por las letras de sus canciones.
Pero, sobre todo, es una ley contra la protesta social, incluyendo toda una serie de medidas destinadas a limitar las acciones que diferentes colectivos y movimientos sociales utilizan como herramientas de lucha y medidas de presión: desde manifestarse sin permiso o no disolver una concentración, hasta tratar de parar un desahucio, pasando por las protestas en infraestructuras críticas, caso de las centrales nucleares, entre otras prácticas.
Esta ley también sanciona otras prácticas como la obstrucción del desarrollo de funciones de un empleado público (por ejemplo, durante un piquete), alterar la seguridad ciudadana con la colocación de objetos en el espacio público (sean contenedores, neumáticos para cortar una carretera…) y ocupar un inmueble en contra de la voluntad de un propietario (caso, por ejemplo, de las ocupaciones de oficinas bancarias por colectivos en defensa de la vivienda). Y estos son solo algunos ejemplos, ya que esta ley toca todos los palos, incluso a los migrantes, posibilitando las devoluciones en caliente. Una Ley cuya derogación fue prometida por el denominado gobierno progresista. De derogación pasó a reforma… una reforma que nunca tuvo lugar.
Las conocidas como «ordenanzas cívicas», un cóctel de directrices, prohibiciones y sanciones, más que facilitar la convivencia ciudadana, buscan un determinado orden en las ciudades: transformar los espacios de relación y de lucha, en lugares de tránsito y consumo.
La burocratización de la represión
Si bien la Ley Mordaza, de carácter estatal, apuntaba más directamente a la lucha social, tanto esta como las ordenanzas cívicas de aplicación municipal, suponían la puesta en práctica de la última herramienta del Estado de Derecho contra la lucha social: la burocratización de la represión o “burorrepresión” como la denominó Pedro Oliver Olmo.
Esto suponía poner al servicio de la represión toda la maquinaria administrativa del Estado. Pasamos de una represión colectiva, basada en grandes dispositivos policiales y el uso de la fuerza, a una represión individual en formato sanción que te llega a casa. A partir de entonces, salvo en contadas ocasiones, los dispositivos policiales en manifestaciones y protestas se redujeron en número, compartiendo un elemento común: la grabación de la protesta por parte de los agentes de seguridad del Estado.
Esto llevó a destapar otro de los grandes secretos de la represión Estatal, muy al hilo en estos tiempos de los diferentes casos de agentes infiltrados en los movimientos sociales. Hablamos de las “listas negras”, archivos ilegales de personas militantes en luchas sociales que, a pesar de no contar con antecedentes, tenían sus propias fichas policiales por labor militante. El uso de estas listas quedó patente en el recurso de multas donde se demostró que personas que no habían sido identificadas, incluso que no se encontraban en el lugar de protesta, habían sido propuestas para sanción.
Con este giro en la represión, lo que se busca (y en algunos casos se consigue) es la desmovilización de las personas y el decaimiento de la protesta social por temor a una sanción económica difícilmente asumible por una persona de a pie.
Interiorización de una vida cada vez más regulada
Pasan los años y aquellas normativas que generaron respuestas importantes entre la ciudadanía, acaban integrándose involuntariamente a través del olvido intermitente que supone acostumbrarse a un determinado orden de las cosas, mientras nuestra atención es dinamitada con un bombardeo de ocio y consumo, de fake news o de realidades virtuales paralelas.
Esta vida acelerada, este vivir en un eterno presente, es el caldo de cultivo perfecto para que una represión de “baja intensidad” tenga sus mejores resultados. Una sutileza en sus formas que hace que vaya calando lentamente en la sociedad hasta el punto de estrangular su libertad, sin que si apenas nos percatemos. Este es, quizás, el mayor peligro de habitar una vida cada vez más regulada: la autorregulación. Ya no necesitamos a alguien que nos diga lo que podemos y no podemos hacer: ¡está escrito! e interiorizado. Somos nosotras mismas las que nos acabamos poniendo límites a la hora de salir a la calle, ya sea para protestar, para relacionarnos en los espacios, para mostrar afecto o para tomarnos algo en el parque.
Un orden y un fin determinado
Este tipo de regulaciones amparadas en la convivencia y seguridad ciudadana, responden a un fin muy concreto: el control de nuestros cuerpos y nuestras relaciones, a través de regular los espacios que habitamos.
La convivencia es también un espacio de tensiones y desavenencias, de visiones contrapuestas que no pueden resolverse con una regulación, sino con mecanismos que permitan aprender a afrontar los conflictos, especialmente de manera colectiva. Solo así podremos contraponer el avance de un ente regulador que gana poder y control, a medida que amplía su capacidad de regular aquello que antes no podía.