Hay una palabra pequeña sobre la que se levanta una mirada amplia, compartida, horizontal. Una palabra cincelada por el poder, para el poder, que sin embargo hacemos nuestra los de abajo, las de abajo, porque pareciera que ya tampoco pudiéramos decir con nuestras lenguas. Hablamos de la palabra crisis. Una palabra —decimos— pequeña, diminuta si la comparamos con palabras como amor, poesía, verdad, pero que mediatiza nuestras vidas como una tela de araña que no sabemos muy bien quién ha tejido para nosotros y nosotras, la gente que movemos el mundo.
Hablamos de crisis del capitalismo, cuando desde otros lenguajes (antagonistas, no dados desde arriba ni otorgados desde afuera, sino ganados a pulso en la guerra de trincheras de las gargantas) decimos que el problema no es la crisis, que el problema es el sistema, esta miserable partida de cartas que unos pocos amañaron ya hace mucho. Capital, Estado… ¿A quién le suenan? Palabras viejas para empezar a desvelar la trama, el engaño sutil de aquellos que nos quieren sacar del pozo diciendo que cavemos más profundo.
Basta; aquí nosotros, aquí nosotras, no estamos desesperados y no somos cobardes. Sobre un cable un poeta y la mirada franca hacia delante. Tenemos un lenguaje viejo y nuevo entre las manos. Un lenguaje de memoria que nos sirve de escalera y trampolín, de barra de equilibrio para sostener el cuerpo y la esperanza, la vida y su grandeza, sobre la boca del abismo inmarcesible. La poesía, claro, más valiente que nadie —ya lo decía Bolaño— y nosotros y nosotras, que esperamos imitarla a cada tanto. Nosotras y nosotros, que solo sabemos sacar palabras de nuestros bolsillos vacíos…
Palabras que tomar entre las manos para escalar el pozo; y juntarlas y juntarnos y besarnos, como si fuera a acabarse el mundo, a la espalda de un policía.
Si su mundo nos destruye, construyamos el nuestro desde los cimientos. Empecemos por las palabras.