La necesidad de una mano de obra más especializada por parte del capital impone el acceso a la Formación Profesional o a la Universidad para grandes capas de la población obrera europea.
José Luis Carretero Miramar | Periódico CNT
Ilustración: Kiko Makarro
El
capitalismo no es, el capitalismo sucede, es decir, ha sucedido y sigue
sucediendo. ¿Qué queremos decir con eso? Que no existe un capitalismo
a-histórico, esencial, desvinculado de sus manifestaciones contingentes y
reales en momentos concretos, en los que se dibujan relaciones de fuerza
temporales y efectivas.
El capitalismo, como modo de
producción, presenta elementos constantes (la explotación, la acumulación del
Capital, la apropiación de la plusvalía), pero eso no elimina la importancia
esencial de la contingencia histórica de su despliegue efectivo, de los golpes
y contragolpes de la lucha de clases, de las
cambiantes estrategias, en situación, de actores reales y concretos, en
momentos, a su vez, reales y concretos.
Tomemos, por ejemplo, como
elemento de estudio la cambiante, y a la vez estratégica, relación entre
formación, enseñanza y estructuración del mercado laboral: algo de cuya
importancia da fe, hoy mismo, el Programa Nacional de Reformas presentado por
el Reino de España a la Unión Europea en mayo de 2012, donde es uno de los
elementos esenciales en el que se apuntan nuevas transformaciones y ajustes
para adaptarlo al presente “régimen de la deuda”.
En un primer momento
histórico (antes de 1945), la narrativa esencial del Capital entorno a estas
cuestiones estuvo basada en las ideas centrales del liberalismo extremo: la intervención
del Estado no debía de existir, ya que su función era, como afirmara Smith
“laissez faire, laissez passer” (dejar hacer, dejar pasar), más allá del
control del orden público constituido por el respeto coactivo del mundo de la
propiedad privada.
Así, la relación laboral
asalariada (central en el modo de producción capitalista) era entendida,
normativamente, como un contrato civil más (un arrendamiento de servicios)
sustentado en la plena autonomía y libertad de las partes para acordar las condiciones que deseasen. La acción colectiva
de los asalariados, por su parte, era directamente proscrita, llegando a ser
tipificada incluso, en ocasiones, como
delito de conspiración para alterar el precio de las cosas. El Código Civil español, por ejemplo, en 1881
sólo incluía 5 artículos relativos al trabajo efectuado por cuenta ajena, que
trataban temas relacionados, también, con el trabajo doméstico. De hecho, el
artículo 1587, afirmaba que “el amo será creído, salvo prueba en contrario
sobre el tanto del salario del sirviente doméstico y sobre el pago de los
salarios devengados en el año corriente”. Una regulación, pues, que cuando existía,
mostraba una evidente textura de clase, convirtiéndose en un anclaje más para
el poder patronal.
Otro tanto ocurría con la
temática educativa. Pese al discurso iluminista sobre la extensión de la
enseñanza como elemento de construcción de la democracia, lo cierto es que las
clases dominantes construían su comprensión del ámbito formativo sobre la tesis
de la educación como privilegio de unos pocos. Una estructura productiva
edificada entorno al trabajo manual de escasa cualificación permitía mantener
el subdesarrollo de las formas de instrucción pública y hacer accesible la
enseñanza sólo para los propios hijos de los burgueses, mediante mecanismos
privados o semi-públicos, pero con elevadas barreras de entrada para los hijos
de las clases subalternas.
En esa sociedad, la
extensión y radicalización de la lucha de clases, que adquirió históricamente
una dimensión creciente y amenazadora, llevará a la difusión de tres tipos de
discursos sobre lo educativo y lo laboral que empiezan a dibujarse: el discurso
conservador que pretende mantener incólume la situación, presentando la
beneficencia como único elemento moderador de la plena “libertad” de pactos en
el lugar de trabajo y de la desigualdad en los conocimientos, al estilo de los
discursos de apertura del curso del Ateneo de Madrid que dará Antonio Cánovas
en las postrimerías del siglo XIX; el discurso obrero, que pretenderá recoger
el guante de la utopía ilustrada reclamando la “democracia económica” en la
forma de Revolución Social y la “democracia de los conocimientos” en la forma
de la promoción de múltiples
instituciones educativas públicas y/o autogestionadas accesibles a las clases
subalternas; y el creciente discurso “reformista” que, sustentado en
perspectivas iluministas o de nuevos desarrollos como el krausismo o las
admoniciones por “Escuela y despensa” del regeneracionismo, defenderá el
desarrollo de un proto-Estado del Bienestar que de salida a las tensiones
sociales por la vía de la construcción de un ámbito público educativo y de la
emergencia de un Derecho del Trabajo en pleno proceso de constitución.
Crisis sistémica del 29,
revoluciones incontroladas (como la rusa o la española), guerras mundiales que
terminan con la constitución de un bloque de países europeos fuera del control
de las grandes potencias capitalistas…todo ese marco de crecientes
dislocaciones producto del empuje del movimiento obrero y de su proceso de
radicalización y empoderamiento, invita, finalmente, a las potencias centrales
del sistema capitalista a entrar en una nueva fase de desarrollo social
caracterizada por la hegemonía ideológica y en la construcción de la arquitectura
de las sociedades europeas de los sectores reformadores que ya hemos indicado.
Es la hora del Estado del
Bienestar, del “compromiso histórico entre las clases” en el Centro europeo, del
“Pacto de Rentas” constituido entorno a un marco jurídico caracterizado por
crecientes derechos de ciudadanía estrechamente ligados a la estructura del
mundo del trabajo y a una formación más amplia y generalizada de la mano de
obra.
El mundo laboral se articula
entorno a un Derecho del Trabajo que tiene como función esencial limitar, y al
tiempo legitimar, el poder patronal en el centro de trabajo. Es la hora de la
producción en masa fordista y del obrero con contrato fijo para toda la vida en
una misma empresa, con un apreciable contrapoder sindical (convertido en uno de
los pilares fundamentales que permiten racionalizar, limitar, y al tiempo hacer
sostenible, la división de clases en el seno de la sociedad), y un salario que
le permita alimentar al conjunto de su familia nuclear y edificar una sociedad
de consumo apta para realizar la creciente plusvalía.
El mundo educativo, por su
parte, se expande, y la instrucción pública se vuelve universal y, casi en toda
Europa, gratuita. La necesidad de una mano de obra más especializada impone el
acceso a la Formación Profesional o a la Universidad para grandes capas de la
población obrera. La ideología asociada a este proceso, fundamentada en el
supuesto cumplimiento de la utopía iluminista y en la narrativa entorno a los
derechos ciudadanos y el Estado Social, convierte la educación pública en uno de
los pilares fundamentales del nuevo status quo.
La imagen de este nuevo
equilibrio de clases, sin embargo, muestra una enorme potencia de atracción
sobre el resto de las poblaciones del Globo, que reclaman, cada vez más
acusadamente, derechos sociales y libertades democráticas. Junto a la crisis de
sobreproducción asociada a las contradicciones internas del sistema y al primer
alcance los límites ecológicos del crecimiento sin fin del capitalismo, se
desata, en el entorno de los años 60, un gigantesco proceso de luchas globales,
explicitado fundamentalmente en la forma de descolonización de los espacios
periféricos e irrupción de nuevas alternativas ideológicas con voluntad de
poner en cuestión el statu quo imperialista (como el maoísmo). La llegada de
dicha oleada a las mismas sociedades de los espacios centrales (el famoso 68)
marca el inicio del fin del equilibrio keynesiano y el tránsito a un nuevo
período de crisis sistémica.
Un nuevo período
caracterizado por la globalización de los intercambios comerciales y de
capitales, y por el intento de conjurar las crisis por la vía de las
privatizaciones, la transformación del mundo del trabajo y la financiarización
de la economía.
Es la era neoliberal, en la
que el mercado de trabajo es desestructurado y flexibilizado, de nuevo, hasta
el extremo, por vías variadas como el outsourcing (subcontración), el trabajo
falsamente autónomo, temporal y a tiempo parcial o el prestamismo laboral
(ETTs). La fuerza de trabajo es segmentada en colectivos distintos con distintas
(aunque siempre en disminución) condiciones de trabajo. Junto a los islotes de
operarios clásicos con condiciones “clásicas” (asediados y en constante
retirada), aparecen un magma heterogéneo de trabajadores en variadas
condiciones de precariedad laboral y vital.
El ámbito educativo, por
supuesto, también se ve fuertemente dislocado: lejos de necesitar técnicos u
operarios centrados en un único oficio, el nuevo modelo productivo requiere de
una fuerza de trabajo flexible, adaptable, con más aptitudes relacionales y
motivacionales y menos conocimiento humanístico. Privatización y mercantilización del ámbito educativo,
huida de sus aspectos más humanísticos e iluministas, generación de una burbuja
especulativa entorno al precio de las matrículas, van de la mano con la
apertura de una novedosa “zona gris” entre trabajo asalariado y formación,
constituida por la Formación Profesional dual, los contratos para la Formación
y Aprendizaje, las becas no laborales y otras formas de trabajo “formativo”
ajenas al Derecho Laboral, que pueden convertirse en una apuesta fundamental
para solventar la actual crisis por la vía de un abaratamiento y flexibilización
de la actividad obrera, apto para edificar una “Europa de maquilas”.
Ahora, ante la crisis
creciente de este último modelo, que alcanza a ser una esencial sacudida
civilizatoria en la que no termina de estabilizarse el penúltimo intento de
supervivencia de la sociedad de clases, es la hora de que las poblaciones, por
fin, tomen la palabra.