María Esperanza Periferia

Una tarde anduve por la calles suaves de Pedralbes. Murmullo de aves, de ramas de grandes árboles silenciosos, como educados por estrictos jardineros ingleses. Acariciados por una brisa que también parece salida de un colegio disciplinoso y severo. Aquí todo es orden: incluso el viento amaina cuando surca las avenidas de chalés. Había un extraño simulacro de armonía celeste. Tras una enorme cristalera brotaron las notas de La sonámbula. Pero no había belleza. No había nada. Sólo este vacío de muros altos, de miedo, el silencioso miedo de los ricos cuando su riqueza hace visible la miseria que ronronea por las calles, más abajo, en el fondo turbio de la ciudad.

A esa gente sólo les espera el fuego.

Lo saben y por eso levantan muros más altos, con cámaras muy modernas, siempre la última generación en video-vigilancia, lo último de la NASA, traído desde Marte.

Quién todo lo tiene no espera nada. Sólo teme perder. Y ésos van a perderlo todo.

Mi abuelo fue uno de los muchos hombres y mujeres anónimos que le pegó fuego al convento de la Bonanova, en julio de 1936. Lo leo en sus memorias, las memorias que mi familia -por pudor más que nada- me han impedido leer hasta hoy. Lo cuenta más o menos así: en cuánto supo que los curas disparaban desde lo alto del edificio a la gente que se arremolinaba en la plaza, no se pudo contener. Mas… ¿Quién se habría contenido?

El cine no debería ser un refugio -pero sin embargo lo es. Especialmente el cine realizado contra el poder, o a pesar del poder. Como ese cine metafísico y contra todo de Andrei Tarkovsky. Esa mujer que, hacia el final de la cinta, suelta:

Pasamos mucha tristeza, y mucho miedo, y mucha vergüenza. Pero nunca me arrepentí y nunca envidié a nadie. Es sólo nuestro destino, nuestra vida, así es como somos. Aunque no hubiéramos tenido desgracias, tampoco nos hubiera ido mejor. Habría sido peor, porque en ese caso no habría habido ninguna felicidad… ni ninguna esperanza. (Eso sucede en Stalker, 1979).

Creo que Andrei -como la mayoría de los artistas y poetas- se preguntaba por la huella que iba a dejar en la Tierra. La huella humana.

Alguien, en una pantalla lejana y solitaria, se pregunta qué huella habremos dejado en el universo cuando nos hayamos ido. El autor dejó el texto ahí, en la nada, hace unos cuatro meses. Lo he encontrado al azar. A eso de ver páginas por internet lo llaman navegar, y no sé qué cretino o qué miope le puso el verbo. Eso es simplemente ir a la deriva. El hombre que se preguntaba por la huella de la humanidad luego no ha escrito nada más. Cerraba el texto con estas preguntas: Cuál será nuestro legado a las estrellas. ¿La compasión? ¿La esperanza?

Me preguntan si he sido feliz, si soy feliz. Respondo que no. Que por supuesto que no. No sé de donde sale esa idea de que el sentido de la vida es ser feliz. Lo único que le da sentido a la vida es permitir que dentro de nosotros se libre una batalla entre el bien y el mal. Y esperar que eso nos haga un poco mejores. Poco más tarde, en la misma entrevista, la pregunta es: ¿qué se debería enseñar a los jóvenes? Y la respuesta (luego de meditar unos segundos): A saber estar solos. [Esas son también palabras de Andrei, dejadas en el aire y en el video de Un poeta nel cinema, la antigua entrevista de la RAI].

Ahora me doy cuenta de que no he hablado de mí, es cierto, no he dicho nada sobre mí. Porque pensé que, en principio, no había ninguna necesidad de hablar sobre mí.

Yo nací en una calle estrecha y ruidosa. Cuando llovía solía haber destrozos. Por las noches se escuchaban gemidos. A veces de placer, otras de dolor. Otras eran los aullidos de la soledad de borrachos y yonquis. Por las ventanas entreabiertas sonaban boleros y pasodobles. Me acuerdo de haber escuchado Suspiros de España, en verano, cuando el calor abría el balcón. Mientras mi abuela vertía un chorrito de Marie Brizard en el cántaro de agua, porqué así quita más la sed. A esa mujer la vida le dio grandes palos. Le propinó golpes enormes. Enloquecedores, diría uno, si eso sucediera hoy. Sin embargo ella aprendió a amar a los borrachines, a los niños sucios y mangantes, a los drogadictos. Y luego aprendió a vivir sola y construyó su soledad.

Esculpir en el tiempo. Aprender a ser mejor. Tener esperanza. Construirla. Eso no sucede en las calles de Pedralbes, vaya tontería haber escrito eso. Mañana, en el colegio, un niño volverá a robarle el desayuno a un compañero de clase. No es maldad ni picardía. Es el hambre.

Eso sucede hoy, en Cataluña, en el año de dos mil doce y mientras políticos y financieros fijan la mirada en la prima de riesgo, en las oscilaciones del Ibex 35. Mientras discuten cuál es la pancarta más adecuada y más correcta para desfilar en un 11 de septiembre que a mí me importa un carajo.

Mientras, en las calles, otras nuevas mujeres viejas quizás confortadas de Marie Brizard o de quién sabe qué, quizás de orujo, les dan bocatas a los niños tiñosos que corretean arriba y abajo. Mi paisaje, mi único paisaje, mi querido paisaje. Paisaje de periferia y de esperanza agarrada a la sombra de los contenedores que todavía no se han quemado bajo el sol.

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