Lo primero que hicieron al entrar…

graines ailées, samares géantes et semences d’érables : oiseaux semés au vent d’une aube
Saint-John Perse, Oiseaux, XI

Lo primero que hicieron al entrar fue descorrer las cortinas, grandes colgaduras de cretona que protegían a ventanas emplomadas. La violencia de los gestos levantó el polvo asentado en los muebles, y, a la luz arrolladora del mediodía, quedó nebulizado, henchido de vacío, brillante como la pirita. También las porcelanas se estremecieron, sobresaltadas por una claridad tan perentoria. [La luz excesiva no lustra las cosas, sino que las entorpece: las ciega de plenitud].

Sacudidas por los groseros rayos de julio y los pasos no menos insultantes de los intrusos, las cosas se acalambraban, huían. Los agresores, no obstante, las atrapaban: primero esparcieron los libros, dispuestos con voluptuosidad abacial en las estanterías, por el suelo. [Hay un placer funesto en destruir, y una propensión singular a destruir, en primer lugar, lo escrito: quien lo hace, siente el lúgubre regocijo de su imperio, aunque acaso no comparta, o ni siquiera conozca, el porqué de la sinrazón].

Luego, derribaron los pictogramas chinos, con sus bosques de turmalina, ingentes de luz; y los risueños tapices de Saint-Léger-les Feuilles, que desplegaban sus gigantescos nenúfares en el agua de los espejos, enturbiada ahora por el reflejo de las luger; y las alfombras mongolas, donde se habían sentado los hombres a beber leche de yak y sangre de yegua. Los libros crujían bajo los pies de los invasores: el papel se encenagaba de huellas; crujían como si sus botas aplastaran a quienes los habían escrito: como si fueran sus gargantas las injuriadas, o sus dedos los rotos. Fuera, los tejados opalinos de París cobijaban el silencio exánime de los derrotados. [La obscenidad de la victoria se traslada al mandato insignificante, al allanamiento de un piso desafecto, al asesinato de alguien, una labor sencilla; quien puede desfilar bajo el Arco del Triunfo, puede pisotear la intimidad de un poeta, y al poeta mismo].

Después, descolgaron las máscaras africanas, que desafiaban con su negritud oblonga la acedía solar de su presencia, y revolvieron los útiles de cocina, en busca de algo que le incriminara. [Consuela verificar la estupidez de los verdugos, aunque sea indeciblemente dañina].

Y, por supuesto, abrieron armarios, gavetas y cajones. Había papeles con el membrete del Ministerio de Asuntos Exteriores. Había cartas con sellos de ultramar y fragancias sutiles, insolentadas ahora por el olor a benceno de los uniformes. [Muchos lo visten sin llevar guerrera: basta su aquiescencia a la uniformidad].

Y había una columna de hojas manuscritas, en las que se desarrollaba una caligrafía indócil, que alternaba lo montuoso con lo cerámico. Los papeles desaparecieron en varias sacas. El piso quedó amoratado, amortajado, con ojeras de lugar despertado por el chirrido de un volquete, con la huella sudorosa de los manotazos en los tafetanes, o en una edición autografiada de Francis Jammes, o en las odas de Píndaro. El piso fue pintarrajeado de sombras a plena luz del día, y siguió expuesto al aire mortuorio de una ciudad donde todas las bibliotecas eran ultrajadas, y todos los hombres, asesinados. Luego, recobró un silencio descoyuntado, en el que aún goteaban las embestidas boreales, las alacenas arrancadas de sus sedes, el corazón carcomido de los colchones, los albornoces sin cuerpo, desmayados en el linóleo, los grifos vacíos, los objetos abofeteados, los gritos, la no palabra de aquellos seres que se abalanzaban sobre la seda y la celulosa gritando, mutilando. Por todas partes quedaron tenedores y estilográficas [algunos desaparecieron también en los bolsillos de los invasores], pajaritas y sombreros, fotografías de personas y fotografías de estepas, en cuyo jade mortecino se enconaba un sol parecido al sol de julio que ahora avivaba el jade balbuceante del terciopelo.

En los tejados de París no se movía nada, salvo la luz, que fluctuaba, como un diamante incorpóreo, entre palomas asustadizas y chimeneas. Ninguna humeaba. Pero esa noche, una, la de comisaría de la calle Placard, lo hizo: el humo se alzó hasta un cielo sin sobresaltos, arrastrando palabras de tres libros, de siete extensos poemas cuidadosamente manuscritos, y en esas volutas que se dispersaban por un firmamento deshabitado, extenso como las praderas por las que había cabalgado, quedaron atrapadas para siempre las palabras de esos libros, como si su destino no fuera el enaltecimiento de los hombres, sino la perdición y la ceniza.

EDUARDO MOGA
[De Insumisión, Vaso Roto, 2013]

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