- Te toca ir a trabajar, al parecer eres esencial. Antes de salir compruebas que llevas todo: llaves, abono transporte, el almuerzo, la tarjeta del curro y, claro, el papel que indica que puedes ir a trabajar, el salvoconducto.
En el trabajo hay aviso prioritario para que se preste atención al teléfono desde una hora antes del comienzo de turno, no vaya ser que en un control aleatorio la policía no termine de fiarse de ese papel, porque quizás no le gusten tus pintas, no le cuadre en ese momento o porque tenga ganas de demostrar su autoridad.
La misma incertidumbre la has vivido al bajar a la compra, pendiente de que se vea bien la bolsa de tela, disimulando el saludo si te encuentras con un vecino, conversación rápida y casi clandestina, girando cada esquina pendiente de si hay un control policial al que le parezca que tu compra no es de primera necesidad o te ha visto ese gesto con tu vecino.
No digamos nada si bajas al perro, o vas a la farmacia a comprar sin receta, o al estanco, o al banco. Sabes que dependes de la arbitrariedad del policía de turno que se te pueda aparecer. Se te vienen a la cabeza las imágenes de ese ertzaina diciendo que no se puede ir a trabajar en bici, la detención de una madre y su hijo con una enfermedad psiquiátrica, ese trabajador golpeado y esposado por guardias de seguridad a pesar de gritar que tiene papeles. Tener papeles, qué cosa tan rara, nunca te habías imaginado que era eso de tener papeles.
Tener papeles. Que un policía te los revise mientras te mira de arriba a abajo. ¿Dónde va usted? ¿Puede demostrarlo?
Los relatos de gente que habla de ser multado por hablar con un vecino por la calle, trabajadores que son amenazados con sanciones por un militar al que no le parece lo suficientemente esencial su actividad. Son más de medio millón las personas multadas y casi dos mil las detenidas.
Pero no solo es la policía, son esas miradas de desconfianza por la calles, ese vecino esquivo. De repente eres sospechoso, puedes llevar el peligro, un potencial portador de la muerte. La gente no se palpa el bolsillo cuando está al lado tuyo en el metro, no acelera el paso cuando te ve sentado en un parque con tus amigos, no sospecha cuando te ve en un coche caro. No, pero es la misma actuación. El miedo atávico al “negro salvaje”, al “pandillero latinoamericano”, al “mena magrebí” se ha extendido y enraizado en nuestros cuerpos, llevamos la etiqueta de peligro social, somos los que amenazamos la civilización occidental.
Papeles para caminar. Miedo y sospecha para el ciudadano medio.
De repente las calles ya no son solo ese lugar de encuentro, de reunión, esos sitios para disfrutar. Ahora son un lugar por donde pasar rápido y sin llamar la atención, siendo observado con recelo. Súbitamente hemos perdido el derecho a ser el que mira para pasar a ser el observado, a ser analizado, de sujeto con derechos a objeto de sanciones y miedos.
Y quizás alguno haya podido a empezar a intuir lo que sienten, más bien padecen, nuestras vecinas racializadas, las humillaciones cotidianas, el miedo a que al girar en un pasillo del metro haya un control policial que la separe de su vida y los suyos.
No volver a casa, separarte de los tuyos a una distancia enorme, más allá del mar. Quizás al día siguiente, quizás en un a semana. Lo que tarden en encontrarte un vuelo. Con suerte, mucha suerte, tras el plazo máximo de angustia y encierro en el CIE, te tengan que soltar. Y vuelta a empezar.
Y si la persona racializada tiene el permiso administrativo para vivir en este país, o incluso si ha nacido en la mismísima Puerta del Sol bajo la estatua del Oso y el Madrileño, sabe que es carne de los controles aleatorios, las identificaciones rutinarias y las comprobaciones normales de hurtos y robos.
Puede que comiences a empatizar con la angustia y la rabia de tus vecinos a los que ninguna bolsa puede disimularles la pigmentación de su piel, el aspecto de su pelo o el acento de la ciudad donde nació.
Papeles para caminar. Miedo y sospecha para el ciudadano medio.
Puedes empezar a empatizar.
Pero no es la empatía lo que hará que deje de haber controles racistas. Que te pongas intelectual y emocionalmente en su lugar no hará que dejen de sufrir humillaciones, agresiones. Esa intuición que la cuarentena te ha permitido descubrir no hará que se les niegue el acceso al alquiler de una vivienda.
Hay que empezar a organizarse, a tomar conciencia colectiva y hacer frente al racismo institucional.
Colaborar con la lucha que las personas racializadas están llevando a cabo. Escucharlas. Tratarlos como el sujeto político que son.
Paremos el racismo en calles e instituciones.
Ninguna persona es ilegal.
Regularización inmediata ya.