León // Fotografía: CNT Valencia // Extraído del cnt nº 423 – Dosier «Lucha de clases»
Aunque es muy frecuente últimamente encontrarnos con la idea de que la lucha de clases es algo del pasado es importante tener en cuenta su vigencia y su importancia, también desde el ámbito económico. Así, si bien es cierto que la desigualdad tiene numerosas formas de manifestarse (desigualdad de género, de raza, por identidad sexual, etc.) y que cada una de las luchas y movimientos para atajar dicha desigualdad merece su reconocimiento (el feminismo, los movimientos antiracialización, la lucha LGTBI, etc.), es necesario no olvidarse, al mismo tiempo, de la importancia de la lucha de clases, siquiera porque en muchas ocasiones atraviesa, y empeora, las cuestiones que se abordan en las luchas mencionadas. Asimismo, merece la pena tener en cuenta que es un conflicto con entidad propia, y desde esa perspectiva es desde la que partimos. En este artículo vamos a razonar en qué medida la lucha de clases sigue vigente, y lo vamos a hacer desde una perspectiva económica, por ser ésta la disciplina a la que nos dedicamos.
El punto desde el que queremos partir es el de la distribución funcional o primaria de la renta. La evolución de esta distribución es la que figura en el gráfico que encabeza este artículo. La distribución funcional de la renta considera todas las rentas existentes en un país en un momento determinado (en nuestro gráfico, año a año, desde 1960 hasta 2020, siendo provisionales los datos de los dos últimos años). Esa renta global tiene dos posibles orígenes: o bien es una renta procedente del trabajo, es decir, salarios, o bien es una renta procedente de la propiedad de los medios de producción (básicamente, beneficios empresariales). Por un lado, pues, se sitúa la clase social dedicada al trabajo como medio de producción (nosotros) y, por otro lado, la clase social que goza de los beneficios de ser propietarios (que pueden servirse de diversas formas). Se llama distribución primaria porque es el reparto de las rentas de un país antes de que el Estado intervenga, y por eso, ahí no están incluidas las rentas procedentes de prestaciones del sector público, por ejemplo, pensiones de jubilación, prestaciones por desempleo, etc. Estas prestaciones aparecerían en una fase posterior, una vez que el Estado haya recaudado impuestos de esas dos fuentes primigenias de renta (salarios y beneficios), y daría lugar a la denominada distribución secundaria de la renta. De ésta no nos vamos a ocupar ahora.
Nos encontramos ante un escenario en el que el número de personas asalariadas ha crecido, el peso de su salario en la renta primaria ha disminuido, dicha renta total ha aumentado cuando los no asalariados son cada vez menos, y lo que no se reparte, que es mucho y para muy pocos, es lo que se destina a la clase social capitalista.
Lo que nos interesa, y que el gráfico permite ver a la perfección es que el peso que tenían los salarios en la renta total, tanto en España, como en la Unión Europea de los 15 como en Estados Unidos, era notablemente más alto en los años sesenta y setenta que en la actualidad. Ésta es una realidad que es común a todos los países de la OCDE, es decir, los más desarrollados del mundo. Veamos qué implicaciones tiene esto.
Desde los años setenta, la parte de la renta total (el pastel) destinada a salarios (el trozo del pastel que se lleva la clase trabajadora) ha sido cada vez más pequeño. Es cierto que esa renta total ha crecido durante todo este tiempo (el pastel se ha hecho más grande) pero, en todo caso, la proporción recibida de esa renta total ha disminuido con el tiempo: en el caso de España, por ejemplo, de recibir el 72% de ese pastel, habríamos pasado a comer por debajo del 69%. Y lo que es más interesante: ello ha tenido lugar en un contexto de asalarización, es decir, en las últimas décadas el porcentaje de población que vive de sus salarios ha ido aumentando en importancia (o por volver al símil: son más las bocas que se alimentan con ese trozo de pastel que se ha hecho relativamente más pequeño, y menos las que lo hacen con el trozo restante del pastel, que ha crecido en tamaño).
Es decir, nos encontramos ante un escenario en el que el número de personas asalariadas ha crecido, el peso de su salario en la renta primaria ha disminuido, dicha renta total ha aumentado cuando los no asalariados son cada vez menos, y lo que no se reparte, que es mucho y para muy pocos, es lo que se destina a la clase social capitalista. Esta es la lógica de un sistema como el actual, que se basa en la acumulación y en el que, por definición, esta acumulación no repartida genera desigualdades económicas cada vez más palpables.
Es asimismo importante tener en cuenta que, dentro de esa proporción de la renta que va destinada a quienes viven de su trabajo, están también aquellas personas que ostentan altos cargos, como, por ejemplo, los ejecutivos de las empresas. Formalmente, se trata de asalariados y, por tanto, su remuneración es de tipo salarial, pero los niveles de ésta están muy por encima de la media del resto de trabajadores, y dada su responsabilidad en la evolución de las empresas difícilmente pueden considerarse clase trabajadora, aun cuando de ese trozo de pastel salarial que mencionamos antes, una parte vaya para ellos. Además, debido a los complementos salariales que cobran (en forma de participaciones sobre acciones o de acciones directamente, por ejemplo), también reciben una parte de la proporción destinada a beneficios empresariales. Se da pues, al añadir este matiz a nuestro análisis, una doble desigualdad; por un lado, la caída de los salarios en la distribución de la renta primaria como ya vimos y, por otro lado, ya dentro del conjunto de asalariados, una nueva distinción entre remuneraciones simples y remuneraciones mixtas, que podemos considerar «dopadas» de complementos en el salario. Es evidente la distinción entre un trabajador estándar y un alto cargo, y es evidente también que las remuneraciones de uno y otro pueden haber seguido trayectorias opuestas, más aún si tenemos en cuenta que su remuneración es una amalgama de complementos salariales. Esto ocurre cuando, además, este alto cargo recibe igualmente rentas del capital y de este modo, poco a poco, puede ir pasando gradualmente a ser más clase capitalista que trabajadora.
Así pues, detrás del incremento de la desigualdad de la renta que hemos vivido como tendencia general en los últimos años, nos encontramos precisamente con este empeoramiento de la participación de los salarios en la renta total de los países, explicación que vuelve a situar en el centro, pues, nuestro papel en el proceso productivo, es decir, la clase social a la que pertenecemos. Hay otros elementos, claro está (como, por ejemplo, las ganancias de capital, que explican en buena medida la extraordinaria mejora de los ingresos de la franja más rica de la población), pero es evidente que la clase social sigue siendo clave, y actúa también en estas otras fuentes de desigualdad.
Poner de relieve la importancia de la lucha de clases desde una visión económica del conflicto es lo que hemos pretendido en este artículo, pues lejos de situar esta lucha como algo del pasado o de poca relevancia, como ya anticipamos al principio, a la vista de lo expuesto, debe otorgársele la importancia que se merece. Tiene por tanto todo el sentido incidir en propuestas que se dirijan hacia la construcción de alternativas a un sistema económico que basa su dinámica en la detracción de valor de la clase social mayoritaria, la trabajadora, para apropiarse de él y destinarlo a la clase social propietaria de los medios de producción. Mientras exista desigualdad económica, por tanto, la lucha de clases continúa.