Sección de Músicos, Madrid | Ilustración: Raulowsky | Extraído del cnt nº 424
Unos días de visibilidad tuvo la cultura durante el confinamiento. Y todo fue por algo que en su intención original era justamente quitarle importancia; al señor ministro, una persona con un perfil técnico que no sabe aún dónde se ha metido, se le ocurrió decir algo más o menos como que todo estaba bien en la cultura, que no había que tomar medidas especiales por el estado de alarma. El problema no es que no esté bien, es que tampoco lo estaba, ni por lo que se percibe lo va a estar. Por eso, la mejor opción era hacérselo ver por medio de una huelga-apagón que fue más simbólica que otra cosa. Se retiraron contenidos de algunas plataformas y no se realizaron contenidos nuevos esos días. Nada más empezar el confinamiento, la mayoría del mundo de la cultura se lanzó a hacer y a dar contenidos gratis para entretener a la gente. Todo por medio de esas plataformas en las que se mueve y que no paran; sacan un rendimiento extremo de la situación mientras precarizan a aquellos que las llenan de contenidos y pagan un mínimo de impuestos en los estados que les acogen. Y es que los que hacemos cultura no somos especiales, no somos más que rehenes de una estructura en la que necesitamos estar para hacer el trabajo al que hemos dedicado una vida. Una estructura injusta en la que la precariedad reina porque no existe una regulación clara que defina los límites y evite los abusos. Una estructura asumida por muchas y muchos y que solamente se pone en cuestión cuando la cosa se pone fea de verdad. Pero la cosa es fea siempre, aunque no se quiera ver así. Y que conste, cuando me refiero a los que hacemos la cultura, no lo hago con respecto a los artistas, autores, creadores (ponga usted el apelativo clasista que quiera). Me estoy refiriendo a todas y todos los que trabajamos en ella, desde el primero hasta el último. Trabajadoras y trabajadores que día tras día, levantamos una industria raquítica, como es la de este país, y que merma cada día por las ambiciones de unos pocos, justo aquellos que más gritan y más pretenden reivindicarse. Hay que dar luz esa parte de la cultura invisibilizada por egos y clases, porque sin ella, no existiría nada.
La cultura es un mundo disperso, con unos artistas que aunque vivan precariamente consideran que no son como el resto de los mortales y que la sindicación no es la salida. Luego escriben largas filípicas en sus redes sociales quejándose de lo mal que está todo (cuando les va mal, claro).
Utilizar el eufemismo coloquial pillar en bragas resulta bastante gráfico para representar la situación en la que se encuentra ahora mismo el ministro; con un mundo de la cultura patria que es como una jaula de grillos en la que cada uno quiere lo suyo para sus cosas, es muy difícil bregar, y más si te los encuentras en una situación de pandemia en la que el freno en seco ha dejado al sector encallado. Diputadas y diputados de todos los partidos representados en el congreso, se congratulaban en la anterior legislatura por haber aprobado por unanimidad el informe que la subcomisión dedicada a trabajar el Estatuto del Artista había presentado. Un día se les obligó a sentarse a trabajar y se sintieron especiales, se golpearon las espaldas con orgullo. ¿Y ahora qué?; como los malos estudiantes, procastinaron el proceso de llevar a cabo todas las propuestas de dicho informe. Era muy complicado, había que hablar con varios ministerios, coordinar entre administraciones, ya lo veremos. Luego los juegos de sillones hicieron el resto, la pandemia lo remató. Se podría decir que si las medidas que figuran en el Estatuto del Artista hubiesen estado a punto, la situación que están viviendo muchas trabajadoras y muchos trabajadores de la cultura no sería tan grave. Pero el ministro acaba de llegar y literalmente no se entera. Y no se enterará, porque rápidamente aparecen las y los de siempre, las asociaciones, de la patronal de la cultura y de profesionales, que han sido, son y serán un auténtico tapón para cualquier negociación que en este ámbito se ha querido llevar a cabo. Tanto montan, montan tanto, las unas como las otras. El ministro hablará con ellas y con ellos, llegará a unas conclusiones cercanas a la realidad de estas interlocutoras e interlocutores, pero muy alejadas de la verdad del día a día de lo que pasa en la esfera del trabajo cultural. De forma paternalista, estas y estos representantes de la cultura, nos dirán que han conseguido grandes triunfos, que tendremos que estarles agradecidas y agradecidos, sobre todo, porque tienen la complicidad de las asociaciones de profesionales que les respaldan. No nos engañemos, los triunfos son siempre para ellas y ellos, su negocio y su beneficio. Podemos tomar asiento y esperar a que el ministro se detenga a hablar con trabajadoras y trabajadores. Antes se sentará con los representantes de ese espectáculo hipersubvencionado y basado en la violencia contra los animales que es la tauromaquia. Porque también la barbarie es cultura ¿verdad?
En la cultura falta algo muy importante para que las cosas funcionen como deberían ser. Falta conciencia de clase. Conciencia de trabajo. Sin esa conciencia no podemos unirnos para conseguir que nuestro entorno mejore.
La cultura es un mundo disperso, con unos artistas que aunque vivan precariamente consideran que no son como el resto de los mortales y que la sindicación no es la salida. Luego escriben largas filípicas en sus redes sociales quejándose de lo mal que está todo (cuando les va mal, claro). Con una patronal muy enrollada que rápidamente se hace amiga de los artistas, entonces ¿cómo les vas a perjudicar haciendo una huelga?, ¿qué dirán si reclamas tus derechos?, ¿cómo le vas a pedir un contrato laboral? A lo mejor no te incluyen en tu grupo de amigos y dejan de invitarte a sus fiestas, a lo mejor hunden tu carrera artística (por si no fuese precaria ya). Pero el mundo de la cultura no son solamente los artistas y la patronal. De hecho, nunca se entenderá el porqué el Estatuto del Artista no se le conoce por el que debería ser su verdadero nombre, el Estatuto de la trabajadora y el trabajador de la cultura. Recuerdo una reunión en la infausta SGAE, realizada entre asociaciones de profesionales de la cultura, para preparar un documento acerca del Estatuto del Artista. Cuarenta minutos de debate acerca de si debería diferenciarse entre artista, autor y creador. Cuarenta minutos de lucha de egos por ver quién es más especial como para poder diferenciarse de los demás ¿Por qué generar debates absurdos si estamos todas y todos en el mismo barco? Un barco que se está hundiendo y en el que los músicos ni siquiera tocan porque están discutiendo sobre las diferencias entre sus instrumentos. Llega un momento en el que tenemos que dejar de hablar de lo nuestro y empezar a hablar de lo de todas y todos. La cultura es un universo de oficios y todos importan por igual, si falta alguno de ellos no sería lo mismo. Tenemos que hablar de las condiciones de técnicas y técnicos, de los riesgos que corren; de las externalizaciones de servicios de información y de mediación en los museos; de la precarización del personal de taquilla y acomodación en los teatros; de la falta de regulación y los abusos que se producen en el trabajo de figuración, tantas y tantos que viven, que sufren y trabajan en algo que les apasiona. Sin ellas, sin ellos, no habría cultura
En la cultura falta algo muy importante para que las cosas funcionen como deberían ser. Falta conciencia de clase. Conciencia de trabajo. Sin esa conciencia no podemos unirnos para conseguir que nuestro entorno mejore. Los que la tenemos seguiremos luchando. Luchando por la visibilidad de nuestra labor y por la visibilidad de todas aquellas y todos aquellos que están a nuestro lado día tras día para que la cultura funcione de una forma decente y justa. Desde el primero hasta el último.