CULTURA | Ilustración: obra pictórica de Maruja Mallo, «Acróbatas, macro y micro cosmos» | Extraído del cnt nº 434
La humanidad se enfrenta a desastres difíciles de evitar: alteraciones climáticas cuyos efectos dañinos en la biosfera parecen no tener vuelta atrás, el ecocidio en marcha, la escasez de agua, la pérdida de especies o la contaminación de atmósfera y océanos. Además, se avecinan tiempos de escasez. No sólo hemos entrado en un declive energético global, principalmente de petróleo y gas, si no que empiezan a escasear muchos minerales esenciales para el funcionamiento del capitalismo. Por si esto fuera poco, seguramente el capital incrementará la represión ante un recrudecimiento de las luchas de clases.
Aunque esto pueda parecer desalentador, estos escenarios probables abren nuevas formas de imaginar otros modos de vida en los que no se despilfarren recursos energéticos y minerales, y que se recurra a otros modos de producción diferentes de los conocidos bajo el capitalismo termo-industrial. El hecho de estar dirigiéndonos a sociedades de baja energía, de alguna forma, vuelve a activar en nuestra subjetividad una visión romántica de la vida.
Ahora bien, el hecho de que el capitalismo haya entrado en declive no quiere decir que todo su sistema productivo y sus maquinarias de dominación vayan a desaparecer por sí mismas. Es por eso que este romanticismo debe adherirse a los actuales movimientos libertarios repartidos por el mundo entero que luchan en defensa del territorio contra la actividad industrial y su extractivismo neocolonial.
Pero que el contexto actual sea favorable al surgimiento de un nuevo romanticismo no quiere decir que éste se vaya a sumar a las fuerzas revolucionarias; esta posible reactivación del romanticismo podría tomar la forma tanto de un romanticismo emancipatorio, como la de un romanticismo avivado por el deseo de recuperar las viejas tradiciones de sociedades feudales o autoritarias.
Si queremos que la cultura popular no se deje impregnar por esos romanticismos restitucionistas, conservadores o fascistas, no sólo habría que oponerse frontalmente a éstos, actuando sobre los imaginarios y los mitos que los sustentan, sino que habría que reactivar un romanticismo revolucionario que, apoyándose en mitos movilizadores, aspire a construir sociedades justas e igualitarias bajo la convicción de que éstas serán de baja energía. Debería, por tanto, adoptar la forma de un «romanticismo social», que se manifieste en todos los ámbitos de la vida, en el cultural, el familiar, el sexual o el laboral, es decir, integrado en todas las prácticas humanas y actividades del pensamiento.
El campo de batalla está, pues, en la subjetividad, no sólo en el cuerpo o en el territorio a defender. La tarea consistiría en asumir la autogestión de la realidad mítica como parte de esa lucha en defensa de la libertad. Esta intervención mítica tendría que darse en dos fases, que bien pudieran producirse de forma simultanea: una primera fase en la que vayamos eliminando de nuestra subjetividad los mitos actuales y una segunda fase en la que empecemos a instaurar otros mitos emancipadores que sustituyesen a aquellos.
Es hora de promover un nuevo tejido mítico apropiado para llevar al ser humano hacia la sociedad comunista libertaria.
Los mitos principales sobre los que se sustenta la sociedad actual son dos: el mito del progreso y el mito del colapso. El mito del progreso guarda relación con las supuestas posibilidades ilimitadas de la tecnología actual y de la tecnología por venir y es un mito al que recurren tanto las élites globalistas como las nacional-populistas. Por su parte, el mito del colapso ha sido reavivado por el empeoramiento del cambio climático, el recrudecimiento del ecocidio y el acortamiento de los ciclos pandémicos. Lo verdaderamente nocivo de esta herramienta mítica no sólo es que oculte cuál es la verdadera destrucción y quiénes son los verdaderos culpables, si no que además activa un miedo desesperanzador y hace buscar refugios paradójicamente en la misma tecnología que ha provocado la destrucción. Ambos mitos se retroalimentan y el círculo de la dominación se cierra. El sistema mítico que durante el siglo XX tuvo cierta estabilidad, de nuevo oscila violentamente entre omnipotencia e impotencia.
Urge extirpar de nuestras subjetividades ese balancín mítico, mantenido ahí gracias a las estructuras de poder mediático del espectáculo y el biopoder capitalistas. La única opción que nos queda a los de abajo es la de intervenir en los procesos de creación de cultura y conocimiento, es decir, propiciar la autogestión de los aprendizajes. Debemos ir en busca de la verdad, aunque nos quieran convencer de que ya no exista verdad a la que agarrarse. Para ello habría que desarrollar una intensa labor educativa y pedagógica a todos los niveles, pero especialmente acerca del verdadero funcionamiento del capitalismo, elaborando una representación propia y fundamentada de las catástrofes del pasado y del presente, tanto bélicas y climáticas como ecológicas y sociales; catástrofes que el capitalismo ha provocado por todo el planeta e incidiendo en el papel que ha jugado la actividad industrial en todo eso. Y al mismo tiempo habría que intervenir tanto en el terreno de la creación artística y literaria como en las actividades lúdicas y celebrativas, pues estas dinámicas también son una inagotable fuente de aprendizaje involuntario. Debemos poner en práctica juegos que nos vinculen con el mundo y con los demás, como los que llevan a la práctica los surrealistas, o pusieron en práctica en el siglo pasado los situacionistas y otros grupos afines al surrealismo: como los jóvenes que en 1928 impulsaron la revista Le Grand Jeu, El Gran Juego. Aquí el juego era entendido como una clara apuesta por el ocio no programado y la experimentación del placer colectivo, pero uno de sus efectos más interesantes es que desencadena una suerte de lavado de la subjetividad. En ese sentido en 2015 el Grupo surrealista de Madrid organizó en el Ateneo Cooperativo de Nosaltres las «Primeras Jornadas de Juegos Surrealistas», que incluyeron experiencias táctiles y visuales muy diversas, y en 2019, al calor de la V Edición de JACA (Jornadas de Arte y Creatividad Anarquistas) la «Barraca de las Maravillas para la desalienación de la creatividad comunal» que contó con una cámara obscura para la exploración táctil, un confesionario de sueños o un taller de reanimación de los objetos usados y tirados del consumismo industrial.
Los mitos principales sobre los que se sustenta la sociedad actual son dos: el mito del progreso y el mito del colapso. Lo verdaderamente nocivo de esta herramienta mítica no sólo es que oculte cuál es la verdadera destrucción y quiénes son los verdaderos culpables, si no que además activa un miedo desesperanzador y hace buscar refugios paradójicamente en la misma tecnología que ha provocado la destrucción.
Una vez que hayamos comenzado a desactivar estos mitos habría que construir otros nuevos, pues necesitamos mitos que puedan cristalizar intuiciones y deseos colectivos de liberación. Es hora de promover un nuevo tejido mítico apropiado para llevar al ser humano hacia la sociedad comunista libertaria. Y si hay un movimiento de emancipación aún vivo que haya sabido actuar desde el corazón mismo de los mitos es sin duda el surrealismo. Su capacidad para subvertir o reformular ciertos mitos es extraordinaria. Pondré dos ejemplos. André Breton, en varias de sus obras, realizó una fascinante detornación del mito aristrocrático de Melusina, extrayendo a la mujer del papel pasivo que la historia le había conferido, devolviéndola todos los poderes y haciéndola renacer para borrar las catrástrofes de la historia. Ghérasim Luca, por su parte, lo hizo con el mito de Edipo, elaborando en los años 40 una serie de manifiestos programáticos no-edípicos basados en una reinvención permanente del amor y una exaltación apasionada del deseo a través de la superación del complejo de Edipo. Por cierto, esta inversión mítica le sirvió de apoyo a Gilles Deleuze para desarrollar su teoría del anti-Edipo, algo similar a lo que sucediera con la teoría del «cuerpo sin órganos» que Gilles Deleuze desarrolló junto con Félix Guattari y para la cual se basaron en textos de Antonin Artaud de los años 20.
Pero crear mitos es un proceso excesivamente complejo y lento que no se puede hacer de forma artificial, rápida o autoritaria; hace falta una determinada disposición del espíritu, un lenguaje distinto al tecnolátrico, una serie de prácticas colectivas de carácter horizontal y, en definitiva, una convivencia entre los de abajo que impliquen por igual el deseo, las creencias e intuiciones compartidas, el cuidado mutuo y el amor revolucionario, un amor que aspire a la destrucción del orden imperante.