LA ÉTICA Y EL TÚNEL DE LAVADO: MICHAEL HANEKE Y EL SÉPTIMO CONTINENTE
Un monótono día sigue a otro
Idénticamente monótono. Las mismas cosas
nos ocurrirán una y otra vez,
los mismos momentos van y vienen.
Un mes que pasa, entra otro mes.
Fácil imaginar lo que nos trae:
todo el aburrimiento de ayer.
Y el mañana no va más allá de mañana.1
Comenzó su labor como realizador de telefilmes a mediados de los setenta, pero para poder apreciar realmente lo que Haneke ha aportado a la cinematografía contemporánea basta con detenerse ante su primer largometraje, El séptimo continente, comienzo de lo que la crítica denomina “trilogía de la glaciación emocional”. Lo que define a esta primera etapa de Haneke (a la que podrían sumarse otros filmes posteriores de atmósfera similar como Código desconocido y Caché), es un tono notablemente aséptico en la puesta en escena del relato, enmarcable en la tradición del manido distanciamiento brechtiano. Sin llegar —ni pretenderlo— a sus niveles de pureza anarrativa, si se revisa la última etapa de Robert Bresson, concretamente sus últimos cuatro filmes, puede parecer que Haneke recoge ese testigo que el cineasta francés nos dejó con un nihilismo creciente en sus dos últimas obras (El diablo probablemente y El dinero). La realidad a la que Haneke nos quiere enfrentar en estos trabajos nos remite ya a otra probable influencia desde otra trilogía —esta vez “de la incomunicación”— de Antonioni: el vacío existencial en las sociedades desarrolladas de los Estados europeos de bienestar, con un capitalismo en fase tecnológica en el que la acumulación de capital necesita cada vez más de la inserción de tecnología avanzada en los circuitos de producción y consumo, con los consiguientes cambios en la alienación de la fuerza de trabajo, que no sólo produce sino que también es, ahora, consumidora. La historia real de una familia austríaca cuyos integrantes decidieron acabar con sus vidas es la excusa argumental para esta interpretación hanekeana del asunto.
Como el propio director explica en una entrevista con Serge Toubiana, su intención inicial era construir el relato a base de flashbacks que servirían de explicación al hecho trágico, idea que terminó descartando por la simple razón de que ofrecer al espectador una explicación constante del hecho supondría separarlo de una tarea que también debe ser suya, algo que en la obra de Haneke siempre pareció impensable («que el espectador encuentre sus propias respuestas»); comenzar por el final supondría, además, destruir toda esa alteridad que el espectador puede ir extrayendo de la vida cotidiana mostrada en el relato, mediante un subtexto que progresivamente coloca el mismo en una línea de creciente tensión subterránea, siguiendo el esquema que Schrader elaboró en su propuesta de “estilo trascendental”: cotidianeidad-disparidad-acción decisiva-estasis. Su decisión de prescindir de toda subtrama o todo personalismo en la historia continúa en esa línea bressoniana de enfrentar lo más directamente posible al espectador con el peso de los hechos y la necesidad de buscarles un sentido que, a priori, puede parecer gratuito, arbitrario e incluso inextricable.
El primer plano de la película es la matrícula del coche familiar (no seamos facilones, no saquemos a Orwell todavía), instantes antes de recibir un chorro de agua a presión en un túnel de lavado automático. Tras varios planos del vehículo, la cámara se coloca en el asiento trasero, mostrándonos las figuras de la pareja en la parte delantera asistiendo a la operación de lavado, con el gesto inalterado, siendo conducidos hacia adelante por una fuerza mayor que ellos no controlan pero a la que, voluntariamente, han acudido. Al salir del túnel, se nos muestra un gran cartel de una agencia de viajes australiana que ofrece un exótico y tranquilo lugar costero, imagen que se tornará representación de la nueva tierra prometida, un paraíso, no se sabe bien si terrenal o celeste. Esas agencias que provocan, como dice Jean-Léon Beauvois, que se busque el aire puro en posición de consumidores. Un turismo en forma de escapatoria provisional, de descanso psicológico ante la esquizofrenia que produce la siempre frustrada por autorreprimida bifurcación existencial, hija de la condición alienada. Este fragmento, en el que aparecen los créditos iniciales, bastaría para explicar el sentido de la película entera, pero no seamos perezosos.
Para empezar a analizar el cine de Michael Haneke es conveniente pensar en lo que podríamos llamar —y por ello ha apostado parte de la crítica— una posición ética. Esta toma de partido no tiene como finalidad la asunción de un objetivo didáctico en lo filmado, tampoco una proposición ideológica. Nada más lejos de tal idea es la que subyace en la trayectoria de Haneke. El hecho de asociar la determinación estética a una cuestión ética está lejos de ser baladí o gratuito. Obedece al hecho de que el cine, como toda obra artística, es producto de un contexto concreto, un material nacido en una realidad sociopolítica determinada, y dado que el autor no puede escapar de tal realidad fáctica, sólo en su elección estética, formal, podrá definirse respecto a tal realidad y, concretamente, respecto al discurso del poder. Esto, además, es algo consustancial e inmanente a todo tipo de obra, y es independiente de su temática o de una teleología abiertamente declarada. Se descarta, en consecuencia, que se trate de algo propio de lo que se suele llamar “arte político”, clasificación que sólo puede existir como consecuencia de la parcelación de la producción artística, que facilita de este modo el etiquetado de lo que habrá de configurarse como productos culturales, la estrategia publicitaria que los acompaña y su circulación en el mercado. Toda obra, en última instancia, es política, en tanto que provoca un impacto en el individuo susceptible de influir en su concepción de la vida colectiva, de lo social, y de su rol en la misma (en esto es crucial lo que el contenido y forma de tal obra ayude o no a desmontar la coartada del “individuo espectador”, algo en lo que el cine de Haneke ha destacado). De la misma manera que toda elección estética, en tanto que obedece a una libre decisión en el que la adopta, responde a criterios éticos (quienes apelen a su independencia respecto de los mismos para su elección, no dejan de manifestar una postura ética). En pintura, fotografía y cine, hasta la obra más decididamente preciosista, cuya pretensión únicamente consista en provocar placer visual en el observador, supone, tanto respecto del autor como del mundo en el que está inserta, una declaración. Anselm Jappe, al analizar los escritos de Adorno y Debord al respecto2, concluye: «Un arte cuyas técnicas quedan por debajo del estado de desarrollo de las fuerzas productivas artísticas alcanzado en un momento dado es, por tanto, reaccionario, ya que no sabe dar cuenta de la complejidad de los problemas actuales. El arte formalista, en cambio, expresa, más allá de todo contenido político, la evolución de la sociedad y de sus contradicciones. “La campaña contra el formalismo ignora que la forma que se da al contenido es ella misma un contenido sedimentado”3. “En el cómo de la manera de pintar pueden sedimentarse unas experiencias incomparablemente más profundas y también más relevantes socialmente que en los fieles retratos de generales y héroes revolucionarios”4.»
Cuando se afirma la toma de postura ética (desde la estética) de Haneke, se explica porque renuncia a la predeterminación intelectual respecto al espectador. Esto es, no preconfigura la conclusión que el visionado debe provocar mecánicamente en el que ve. En su caso concreto, lo hace con el distanciamiento formal como principal característica de estilo, entendiendo éste último no como un accesorio repertorio de rasgos decorativos, sino como un criterio formal a partir del cual configurar la obra, su sentido. Jean Cocteau afirmó que «el estilo decorativo no ha existido nunca. El estilo es el alma y, por desgracia, en nosotros el alma asume la forma del cuerpo». Esta elección de Haneke, heredera de la que ya tomaran en su día autores heterogéneos entre sí y continuada en cierto modo por otros autores contemporáneos como Kaurismäki o los hermanos Dardenne, se caracteriza por renunciar a lo que constituye un eje fundamental del cine convencional y hegemónico, que no es otra cosa que la conquista del espectador mediante la identificación emocional y el consecuente contagio empático con los personajes de la obra y sus actitudes, habitualmente teñidas de un psicologismo más o menos unívoco que les hace actuar conforme a una suerte de determinismo lógico-deductivo y un causalismo bien identificado o identificable. De este modo, el cine logra fácilmente complacer las formas de ver del espectador acomodado, pasivo o simplemente educado en un cine excesivamente deudor de la literatura, además de, en su peor y más exitosa cara, reproductor de los roles sociológicos y mitológicos del capitalismo. Tal estrategia, a la que ellos renuncian, implica una forma de manipulación que invalida cualquier conclusión intelectual o anímica que el espectador adquiera como producto del visionado de la obra, pues no tendría su causa en un autónomo compromiso activo con lo fílmico, sino en un dejarse llevar por lo inevitable de la mencionada elección estético-narrativa (es por ello que opto por mantener su última película, Amour, al margen, pues puede parecer —y algunos así lo estimamos— que en ella Haneke se presta a tales técnicas). Como táctica se prefiere el plano mantenido en el tiempo, bien fijo o bien en secuencia, la austeridad en los diálogos, el poder del encuadre, del fuera de campo y a veces de la elipsis como forma de evitar todo efectismo y espectacularidad, así como la importancia de lo diegético en el sonido, etc.
«La idea de estilo que le conviene a Haneke es la que señalaba Nietzsche en Ecce homo, uno de sus textos inmortales: “Comunicar un estado, una tensión interna del pathos, por medio de signos, incluido el tiempo (ritmo) de esos signos, tal es el sentido de todo estilo”. “Mis películas —dice Haneke— proporcionan un modelo contrario al típico modelo americano de producción que se encuentra en el cine popular contemporáneo, el cual en su hermética ilusión de una realidad última priva al espectador de cualquier posibilidad de participación crítica e interacción y lo condena desde afuera al rol de simple consumidor. Mis películas son declaraciones polémicas en contra de ese cine que toma por sorpresa antes de que uno pueda pensar. Apunta a cuestionar insistentemente en lugar de dar falsas y demasiadas respuestas rápidas, para clarificar la distancia en vez de violar la cercanía”.»5 Schrader habló de esta distancia como parte de su pretendido “estilo trascendental” en el ensayo que dedicó a Ozu, Bresson y Dreyer. Sin embargo, quizás el autor de Affliction, en su búsqueda de esa trascendencia, se descuida a la hora de apreciar que tales autores no dejan de tener los pies en suelo, pues se demuestran tremendamente efectivos para transmitir la importancia del factor material —inmanente, cabría decir— en la experiencia vital individual y colectiva. No en vano, el propio Haneke se ha encargado en sus declaraciones de dejar clara su postura militante en este sentido cuando se expresa de la siguiente manera: «No odio en modo alguno el cine comercial. Es perfectamente lícito. Hay mucha gente que necesita evadirse porque quizás atraviesen situaciones personales difíciles. Pero eso no tiene nada que ver con una manifestación artística. Una manifestación artística está obligada a confrontarte con la realidad»; o cuando afirma que «Los que hacen películas de entretenimiento son los pesimistas. El optimista intenta sacar a la gente de su apatía».
Esta idea de la responsabilidad estética del artista es algo que podemos encontrar en las reflexiones de otros muchos cineastas. Dos ejemplos, de estilo ciertamente similar entre ellos, los podemos encontrar en Tarkovski y Angelópoulos. El primero afirma: «Quien quiere gustar a sus espectadores y adopta sin más los criterios y el gusto de éstos, en el fondo no tiene ningún respeto por ellos, porque lo único que quiere es sacarles dinero del bolsillo. Actuando así no estamos educando al público con ejemplos de buen arte, sino que estamos sólo enseñando a otros artistas a asegurarse sus ingresos. Y el espectador seguirá manteniendo su seguridad y su contento, vanos e indiscutidos. Pero si no le educamos para que llegue a una relación crítica para con sus propios juicios, en el fondo es que nos resulta indiferente»6. Interpreto aquí educar como una apertura de nuevas formas de percepción, no como una postura vertical de adoctrinamiento estético. Por su parte, el director heleno expresó su postura de esta lacónica forma: «Siempre se piensa en un espectador ideal, que al mismo tiempo es coautor y cómplice. La industria desprecia al espectador, que es un ticket. En mi trabajo no es un ticket, sino una mirada. En esto consiste el respeto hacia el otro»7. De estas sentencias se advierte un cine que quiere creer en un espectador mayor de edad, y su forma de respetarlo es tratarlo con una exigencia adulta, invitándolo a dar contenido a la imagen fílmica mediante su capacidad reflexiva y de introspección. Se hace necesaria, consecuentemente, una voluntad de afrontar el hecho cinematográfico con la gravedad que merecen los tiempos en que vivimos. Esta postura no supone una forma regular y ortodoxa de creación, sino que soporta y se desarrolla, como no podría ser de otra manera, con las visiones personales de cada cineasta. Quizás sea el húngaro Béla Tarr el último en llevar esta determinación a un estadio aún más avanzado de depuración formal (o al paroxismo de las películas “lentas”, plúmbeas y pretenciosas, que dirán sus detractores).
Volvemos al túnel de lavado.
En la jornada de un hombre contemporáneo no hay casi nada que pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del periódico, tan rica en noticias irremediablemente ajenas al lector mismo al que conciernen; ni el tiempo pasado en embotellamientos al volante de un coche; ni la travesía de los infiernos en que se hunden los ramales del metro; ni los manifestantes que de repente ocupan toda la calle; ni la nube de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente por entre los inmuebles del centro urbano; ni la cola ante las ventanillas de la administración; ni la visita al supermercado; ni los instantes de eternidad pasados con desconocidos, en el ascensor o en el autobús, en una promiscuidad muda. El hombre moderno vuelve a su casa al atardecer cansado por un cúmulo de acontecimientos —divertidos o aburridos, insólitos u ordinarios, agradables o atroces— sin que ninguno de ellos se haya mutado en experiencia. Es esta imposibilidad de traducirse en experiencia lo que hace insoportable, más de lo que nunca ha sido, nuestra vida cotidiana.8
Los planos en Haneke tienen, aunque pueda no parecerlo, una intencionalidad manifiesta. Si hay algo que el cine puede manejar, esculpir, como diría Tarkovski, es el tiempo. Para que un coche salga del garaje no nos hace una elipsis de modo que veamos directamente al coche incorporándose a la carretera, sino que enfoca la puerta y nos la aguanta hasta que termine de cerrarse, como haciéndonos partícipes del peso de ese tiempo que transcurre entre situaciones cotidianas del hombre moderno. La centralidad de la mesa con abundantes productos a la hora del desayuno, de cuyos márgenes aparecen las manos de los comensales, indica que hay un problema que no surge de la pobreza material, pero que les impide agarrarse a lo que la sociedad espera que se agarren (promoción en el puesto de trabajo, obtención de buenos resultados escolares, desarrollo de una dinámica vida social, etc.), convertido en un trivial devenir. A veces recurre al protagonismo de objetos en planos detalle: el despertador (digital) que en su fidelidad matemática va a sonar, las zapatillas que vamos a calzar, ese desayuno que vamos a tomar, el teclado de la caja registradora… Escenas cotidianas como el ritual que madre e hija realizan antes de acostarse rezando, las relaciones sexuales del matrimonio, el aseo personal, el desempeño de las obligaciones laborales, incluso la visión de los problemas ajenos, despiden todas esa sensación mecánica que las despoja de significado y las vacía de sentido. Entre fundidos en negro nos introduce a sus lugares de trabajo, con un plano del aparcamiento que no puedo evitar asociar al París grisáceo de Tati en Playtime, y un paseo industrial que evoca El desierto rojo de Antonioni. Todo en Haneke resulta deshumanizador, la radio y la televisión dan noticias de un mundo que les es ajeno a los protagonistas, el sonido diegético, al igual que la recurrencia de marcadores numéricos para distintos tipos de actividades (reloj, caja registradora, contador de combustible, etc.) añade protagonismo a la sensación de mecanicismo, y esa lentitud en tiempo tan real como inane parece querer hablarnos de la destrucción de la experiencia que menciona Agamben. Podemos dividir dos espacios donde se elabora la imagen de lo contado: la casa (familia), lugar de trabajo/escuela (interacción social). En cada uno de ellos podemos advertir esas pequeñas contradicciones que ponen el dedo en una llaga subconsciente que termina por tomar el poder de lo consciente, provocando la decisión final. El personaje de la niña es importante y tiene un rol muy moralmente conflictivo por participar de esa decisión. En su inocencia, demuestra rasgos propios de resistencia al estado conformista en el que sus padres parecen anclados. La madre le insiste para que madrugue, simula una ceguera en clase que muestra su llamada de atención, etc. Finalmente, el destino de sus progenitores la arrastrará con ellos.
Al propio tiempo estaba pensando: lo mismo que yo ahora me visto y salgo a la calle, voy a visitar al profesor y cambio con él galanterías, todo ello realmente sin querer, así hacen, viven y actúan un día y otro, a todas horas, la mayor parte de los hombres; a la fuerza y, en realidad, sin quererlo, hacen visitas, sostienen una conversación, están horas enteras sentados en sus negociados y oficinas, todo a la fuerza, mecánicamente, sin apetecerlo: todo podría ser realizado por máquinas o dejar de realizarse. Y esta mecánica eternamente ininterrumpida es lo que les impide, igual que a mí, ejercer la crítica sobre la propia vida, reconocer su estupidez y ligereza, su insignificancia horrorosamente ridícula y su irremediable vanidad.9
Sabemos que hace falta una importante carga de mitología para hacer lo que hacemos cada día sin plantearnos mayores problemas, posiblemente sea Roy Andersson quien, en su cortometraje Word of Glory, ha expuesto de forma más palmaria tal cuestión. Esa estructura mitológica, compuesta por unas pocas certezas y un fluir de ilusiones renovables, es atacada constantemente por una realidad áspera en sus manifestaciones más elementales. Quizá, y sin querer entrar en un tema tan delicado, la depresión consista en llegar a un punto irreversible en la erosión de tal cuerpo mitológico. Esto es un tema amplia y diversamente tratado en el cine, siendo quizás Taxi Driver el ejemplo más famoso. El desarraigo urbano, el desencanto, la violencia, el fracaso, etc., son un cóctel explosivo, especialmente cuando la interpretación en clave sociopolítica de la realidad brilla por su ausencia, de tal modo que se acude un cabeza de turco o bien a la total culpa propia. El manido “fin de la historia” y “fracaso de las utopías”, así como las tendencias en boga tipo “autoayuda”, fomentan ese esencialismo solipsista que atribuye los problemas sociales e individuales a una mala interpretación de los mismos, de tal modo que propone su solución mediante la reinterpretación de la realidad, dando naturaleza ontológica a lo que es un orden de cosas que debe ser discutible y discutido. El séptimo continente muestra el proceso creciente de erosión que tiene lugar en los centros de trabajo por parte de los padres, en la escuela por parte de la hija y en la casa como espacio confluyente en la intimidad. La efectividad del sostén ideológico, religioso y moral hegemónico se pone en entredicho en una batalla que terminará perdiendo ante la emergencia de la anomia. Una batalla final en la que símbolos paradigmáticos de ese sostén derruido (dinero, televisión) tendrán momento de gloria.
Es una crítica recurrente la excesiva dureza del relato, pero como dice Hernández Les, «Para Haneke el espectador es culpable, y la única manera de tratarlo es devolverle la inteligencia que ha perdido, introduciéndolo en el relato de una manera activa, pues es el espectador quien acaba recomponiendo los fragmentos y llenando acciones y tramas no concluidas.»10 Sin duda, esta estrategia no está exenta de objetivos fallidos en su obra, tanto más en cuanto que se ubica en un estado de cosas en el medio artístico que le es absolutamente antagónico. El propio Haneke, en una reciente entrevista11, reconoce el fracaso que en última instancia observa en su película Funny Games, la cual pretende invitar a una reflexión sobre la función espectacular y banal de la violencia en los medios, al verla convertida en película de culto por aquellos que la disfrutan como producto violento en sí. Cierto es que, quizás por su estructura alejada del estilo distanciado ya mencionado, se prestaba a ello (algo acusado en otros ejemplos como Salò de Pasolini o Crash de Cronenberg). Por evidente que parezca, quizás resultaría demasiado cómodo atribuir este fracaso al poder recuperador —empleando el lenguaje situacionista— de la hegemonía cultural gramsciana. Sin dejar de ser esto cierto, supondría confirmar una tendencia derrotista difícil de soportar si es que se quiere seguir creyendo en el arte, sobre todo con la existencia de otros trabajos que se resisten a esa recuperación por el poder. Al fin y al cabo, esto es algo que no debería causarnos mayor sorpresa, siendo conscientes de que «la actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria, asfixiante»12. La postura conveniente será, entonces, analizar qué lleva a unas obras a mantener su independencia mientras que otras sucumben ante esa «ley de la dominación que se apodera de todo lo que pretende contestarla, haciendo de toda protesta un espectáculo, y de todo espectáculo una mercancía»13, algo que escapa al objetivo, mucho menos ambicioso, de este texto.
No sé cómo explicarlo, es
lo mismo que si todo,
lo mismo que si el mundo alrededor
estuviese parado
pero continuase en movimiento
cínicamente, como
si nada, como si nada fuese verdad.
Cada aparición
que pasa, cada cuerpo en pena
no anuncia muerte, dice que la muerte estaba
ya entre nosotros sin saberlo.14
1- KAVAFIS: «Monotonía», Obra escogida, Edicomunicación S.A., 1995, 25.
2- JAPPE, Anselm: Sic transit gloria artis. El «fin del arte» según Theodor W. Adorno y Guy Debord, en Anselm Jappe, Robert Kurz y Claus Peter Ortlieb: El absurdo mercado de los hombres sin cualidades: Ensayos sobre el fetichismo de la mercancía, Pepitas de calabaza, 2009, 116.
3- ADORNO, Theodor W.: Teoría estética, Orbis, 1983, 193.
4- Ibíd., 200.
5- HERNÁNDEZ LES, Juan A.: Michael Haneke: La disparidad de lo trágico, JC, 2009, 27.
6- TARKOVSKI, Andréi: Esculpir en el tiempo: Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine, Rialp, 2012, 202.
7- Entrevista de Isaki Lacuesta, 2000 (http://lacriticaespectacular.blogspot.com.es/2012/01/angelopoulos.html).
8- AGAMBEN, Giorgio: Infancia e historia: Destrucción de la experiencia y origen de la historia, Adriana Hidalgo Editora, 2001.
9- HESSE, Hermann: El lobo estepario, Alianza, 1998.
10- HERNÁNDEZ LES, Juan A.: op. cit., 23-24.
11- Entrevista de Daniel Verdú para El País, 2013 (http://cultura.elpais.com/cultura/2013/02/12/actualidad/1360680566_058620.html)
12- SONTAG, Susan: Contra la interpretación y otros ensayos, Debolsillo, 2007, 18.
13- RANCIÈRE, Jacques: El espectador emancipado, Ellago, 2010, 38.
14- GIL DE BIEDMA, Jaime: «Los aparecidos», Las personas del verbo, Seix Barral, 2011, 61.
Manu Fernández Reinón
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