CULTURA | Buenos Aires, Argentina | Fotos de Alejandro Castellani | Extraído del cnt nº 434.
Imaginemos que, entre la primera y segunda mitad del siglo pasado, se decide mundialmente prohibir toda expresión artística. Imaginemos a las autoridades políticas de aquella época apuntando sobre el peligro constituido por semejante ‘vicio’. Poetas, actores, escultores, músicos, etc., serían percibidos como agentes criminales y sus productos enteramente tóxicos y letales (en sentido anímico y espiritual). A este dictamen absurdo se le sumarían los avales científicos: los médicos prestarían su voz sobre las atrofias cerebrales y musculares provocadas por la música de Satie o Stravinsky, las distorsiones en el sistema nervioso de los lectores compulsivos -¿acaso Cervantes no nos ilustró sobre los peligros de un caballero que confundió realidad y ficción por sus excesos con los libros?-.
Por su parte, mucho tendrían para aportar los inefables integrantes de las comunidades psi, siempre serviles a la arbitrariedad del poder: la creación de esculturas podría asociarse, por ejemplo, a materializaciones perversas de psiquismos afectados por traumas infantiles. Y habría que perseguir, con todo el aparato punitivo y la premura posibles, esos objetos portadores de patologías estéticas. Los consumidores del arte no serían vistos entonces como personas sofisticadas, sino como enfermos mentales.
La quema de libros y la quema de drogas tiene algo en común: el humo desprendido de sus hogueras es una combustión incalculable de placer aniquilado.
Con las diferencias evidentes del caso, así sucede desde el siglo pasado con la prohibición de las drogas. Me dirán que no es lo mismo una sustancia que un objeto artístico. Y claro. Pero el punto es otro: la arbitrariedad del criterio subyacente. Platón, Lenin, Stalin, Hitler, por poner ejemplos célebres, advirtieron los peligros de algunas expresiones artísticas y, en ciertos casos, directamente las censuraron o prohibieron. La quema de libros y la quema de drogas tiene algo en común: el humo desprendido de sus hogueras es una combustión incalculable de placer aniquilado.
El prohibicionismo es uno de los peores experimentos morales de la historia. Quitó a las personas una herramienta (que, como cualquiera, puede dañar si no se la sabe usar). Solo es comparable a lo que viene haciendo la cultura represiva con el sexo desde sus fundamentos. Plantear esto resulta algo tan simple que la ignorancia de los defensores del estado actual de cosas da pena y rabia a la vez.
Volviendo a la comparación del principio, supongamos que unas décadas luego de la prohibición del arte algunos sensatos plantean una reforma: «¿por qué no legalizar la pintura? No produce, como sabemos, efectos tan nocivos como la poesía o el teatro». Hace poco oí a un político decir que la legalización de la cocaína es imposible de plantear, aunque sí resulta conveniente en el caso de la marihuana. ¿Ah sí? La cocaína es una droga muy interesante. Al menos en mi caso va bien en ciertos estados que quiero transitar bajo su abrigo: la locuacidad con ella se parece a una cascada con tempos lentos y acelerados, según la dosis. La cabeza va un poco más rápido, y la velocidad de sus efectos funciona como un modulador anímico de alta tonicidad y con gran inmediatez. Permite lo que podría llamarse una ebriedad compleja, porque hace al organismo más generoso en la recepción de otras sustancias que, ingeridas de modo combinado y equilibrado, provocan sensaciones de gran sutileza física y mental. Su desventaja: la corta duración de su estímulo.
No. No hay que legalizar las drogas. No se pueden legalizar la pintura o la poesía o las caricias. No seamos ridículos. Hay que abolir la prohibición.
Droga viene del griego phármakon: remedio y veneno a la vez. Si uso la primera persona acá no es para escandalizar, sino para señalar algo: cuando por alguna eventualidad estos temas salen a la estúpida conciencia pública, la voz de los consumidores es secuestrada. Inundan los canales de televisión jefes de policía, psicólogos, psiquiatras y, por último, algún que otro ‘adicto’. Y el adicto es una construcción de los mismos dispositivos prohibicionistas. Un personaje individualizado por ritos represivos, y puesto a disposición del espectáculo mediático: infantilizado, inferiorizado y reducido a caricatura moral. Puesto a confesar frente a todos, paradójicamente se le roba su palabra.
Por último, la primera persona en este caso indica una repulsión por tanta hipocresía. La historia de las drogas es riquísima, como una raya de calidad o una buena pintura: son casi cuatro mil años y solo en los últimos ciento cincuenta se registran casos de abuso. Esto tiene que pensarse desde un marco cultural que empuja al consumidor a la ilegalidad, al secreto absoluto, a la conducta silenciosa y llena de peligro. Desde los frutos de la adormidera hasta el descubrimiento de los alcaloides, desde la profundidad de los bosques psicoactivos hasta la magia en la vidriera de las farmacias; desde los ritos mistéricos hasta Baudelaire y Rimbaud fumando opio. Las puertas de la percepción abiertas fueron cerradas y desde que se instituyó la prohibición una historia interesante se olvidó entre tiroteos al azar, sustancias de nula calidad, estigmatización, balas policiales y connivencia entre los Estados y el narcotráfico.
No. No hay que legalizar las drogas. No se pueden legalizar la pintura o la poesía o las caricias. No seamos ridículos.
Hay que abolir la prohibición.
Hay que abolir la cultura represiva que da lugar a la prohibición.
Y separar los tantos de una vez, escupiendo sobre esta hipocresía consuetudinaria.