En este año del bicentenario del nacimiento de Mijail Bakunin, rescatamos este texto de Jose María Fernández Paniagua publicado en el periódico Tierra y Libertad en 2008 en el que se reflexiona sobre la postura del pensador ruso en la polémica materialismo-idealismo.
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El materialismo de Bakunin o el verdadero idealismo ¿Cómo entendía Bakunin el materialismo? Es habitual en la historia considerar a Marx el pensador materialista por antonomasia. Pero, ¿dónde reside la originalidad en el pensamiento del ruso respecto a un término acaparado por el poderoso teórico alemán? Antes que nada, a pesar de que el socialismo y el anarquismo modernos nacen con una concepción materialista del mundo, insistiría en la dificultad para resolver el conflicto, histórico y social, acerca de si los hechos influyen más sobre las ideas, o viceversa. La visión de Bakunin, y las ideas anarquistas en general, puede ayudar a acercar ambas posturas, a ello unimos el afán libertario por ir renovándose continuamente, por vincular todo lo posible teoría y praxis y por profundizar en las cuestiones vitales, por lo que en mi opinión habría que dejar a un lado toda ortodoxia al respecto. También reconocer, aunque más adelante abundaré en ello, la deuda de Bakunin con Feuerbach, el primero que parece dar un golpe en el idealismo hegeliano (donde los pensamientos, ideas y representaciones han producido, determinado y regido el mundo real) y tratar de resolver la contradicción: reclama para la realidad terrenal todo lo valioso que el hombre había imaginado para un paraíso celestial, la única realidad es la de la naturaleza y de los hombres y la teología debe convertirse en antropología.
Bakunin consideraba el desarrollo gradual del mundo material perfectamente concebible por la experiencia del hombre gracias a la lógica y la mente, en su opinión consistía en un movimiento natural desde lo simple a lo compuesto, desde lo inferior a lo superior. En cambio, el sistema de los idealistas era para él lo opuesto, la completa inversión de cualquier experiencia humana y del sentido común. El anarquista ruso afirmaba que la base del conocimiento y de la condición necesaria para el entendimiento entre los hombres solo podía estar en la experiencia y en la observación, en la especulación científica más sublime y complicada que se inicia en la verdad más simple y admitida. Para él, los metafísicos seguirían un camino muy diferente, no admitirían que el pensamiento y la ciencia sean manifestaciones de la vida natural y social y se empecinarían en levantar un ideal conforme a su propio pensamiento y a su imperfecta concepción de la ciencia. Por metafísicos, Bakunin entendía a los hegelianos, a los positivistas y a todos los que habían convertido a la ciencia en una diosa; en general, a aquellos que habían levantando un ideal de organización social en el que querían encasillar a toda costa a las generaciones futuras. Los idealistas, cegados por el fantasma divino, se negarían a emprender un camino desde lo inferior a lo superior, desde la materia hasta el ser pensante, y comenzarían por la perfección absoluta hasta caer en el mundo material o imperfección absoluta. El misterio de ese Ser Divino, eterno, perfecto, infinito, ha seducido a grandes pensadores a lo largo de la historia, con bellas y grandes palabras al respecto, incluso con el descubrimiento de verdades importantes, pero sin que ninguno de ellos haya sido capaz de resolver lo incomprensible, lo arcano. Para Bakunin, todos estos autores han ido buscando la vida en ese misterio para encontrar únicamente el tormento y la muerte. El misterio es obviamente inexplicable, por lo cual puede considerarse lógicamente absurdo (porque absurdo es lo inefable). El resumen de la teología es para el anarquista ruso la frase de Tertuliano, y de todos los sinceros creyentes, «creo porque es absurdo», con la que cesaría toda discusión entre la sinrazón de la fe y la razón científica. Los idealistas desprecian la lógica y extraen su inspiración de la experiencia de la vida. Pero el poder y la opulencia de la teoría idealista sería solo aparente, ya que chocaría enseguida con una contradicción lógica. Esta contradicción estriba principalmente en querer a Dios y a la humanidad a la vez. Por mucho que conecten ambos términos, por mucho que representen a su divinidad movidos por el amor hacia la libertad humana, la mera existencia de un Dios (de un Señor) implica convertir al hombre en su sirviente. Para Bakunin, el idealismo religioso o filosófico (interpretación más o menos libre uno del otro) era la bandera de la fuerza bruta, de la explotación material desvergonzada. Por el contrario, tal y como entendía el materialismo, éste posibilitaba la igualdad económica y la justicia social y constituía la más alta expresión idealista, de libertad y de fraternidad, de las masas oprimidas. Por lo tanto, los auténticos idealistas no eran los de la abstracción que ponían su atención en el cielo, sino los de la tierra y la vida. El idealismo teórico o divino, para el autor de Dios y el Estado, por mucho espíritu y buena voluntad que le mueva, y por mucho que se presente al servicio de la humanidad, suponía la renuncia a la lógica, a la razón y a la ciencia. Bakunin consideró que lo que movía a los idealistas era un poderoso motivo de índole moral, el pensar que sus creencias eran esenciales para la grandeza y dignidad del hombre; al mismo tiempo, creyeron que lo contrario, las teorías materialistas, reducían al hombre al nivel de la bestia. El gigante ruso sostenía lo contrario, que al partir del materialismo, de la totalidad del mundo real, se llega lógicamente a la verdadera idealización, a lo que consideraba la humanización o completa emancipación de la sociedad.
Bakunin insistirá en la divergencia entre las escuelas materialista e idealista. El materialismo partía de la animalidad para llegar a la humanidad, el idealismo comienza en la divinidad y acaba condenando a la humanidad a una animalidad perpetua. En otras palabras, el materialismo persigue los más altos pensamientos y aspiraciones, la realización de la libertad. Frente a los idealistas, que deducen todos los hechos históricos del desarrollo de las ideas, y a los marxistas, que ven en la historia y en las manifestaciones más ideales de la vida el reflejo o el resultado inevitable del desarrollo de los fenómenos económicos, Bakunin se alineaba con estos últimos inicialmente. Recordaba, para el caso, a Proudhon, el cual afirmaba que el ideal no es sino la flor, cuyas raíces están enterradas en las condiciones materiales de la existencia. La humanidad sería la negación acumulativa del principio animal en el hombre, y es esa negación, tan natural como racional, lo que da lugar al ideal, el mundo de las convicciones intelectuales y morales, el mundo de las ideas. Para el anarquista ruso, materialismo y ateísmo eran la misma cosa y ambos constituían la base de la verdad. Las cosas más grandes y bellas -la libertad, la justicia, la humanidad, la belleza, la verdad- son reivindicables para la realidad, ya no pueden estar más tiempo suspendidas de un cielo que las robó de la tierra. Es necesario desprenderlas de un carácter místico y divino, negar que sean simplemente una esperanza celestial, y reclamarlas para el mundo físico y social. Si numerosos teólogos y metafísicos acusan a los materialistas de no poder reconocer las virtudes, Bakunin reclama una definición distinta para el término «materia». Consideraba que los primeros pensadores, seducidos por lo sagrado, tenían todavía un gran margen de sinsentido y error de cara a acercarse a la verdad; es por eso que llamaron «espíritu» a todo lo que consideraban fuerza, movimiento, vida o inteligencia y a todo lo demás, a lo que no cupiera en su abstracción del mundo real, lo denominaron «materia». Ambos conceptos serían ficticios, producto de la especulación de pensadores ingenuos de épocas pasadas. Bakunin sostenía que la materia era la totalidad del mundo real, desde los cuerpos orgánicos más simples hasta la estructura y el funcionamiento del cerebro de los más grandes genios: los sentimientos más sublimes, los pensamientos más grandes, los actos más heroicos y de autosacrificio, los deberes y los derechos, la renuncia al bienestar o al egoísmo, así como las manifestaciones de la vida orgánica, las propiedades y acciones químicas, la electricidad, la luz, el calor o la gravedad natural de los cuerpos. Todo sería producto de una evolución dentro de esa totalidad del mundo físico. Pero Bakunin dejaba bien claro que su teoría no era una especie de panteísmo, esa totalidad no sería una sustancia absoluta ni eternamente creativa, sino el continuo resultado de la concurrencia de una infinita serie de acciones y reacciones, una transformación incesante de los seres reales que nacen y perecen en el seno de esa infinitud. La deducción de Bakunin era que, si lo material es cuanto acontece en el mundo real y lo ideal es producto de la actividad cerebral del ser humano, y si tenemos en cuenta que el cerebro es una organización de orden material, lo primero no excluye a lo segundo, sino que lo incluye. La paradoja para el anarquista es que los materialistas, en la práctica, se muestran más idealistas que los propios idealistas. El desarrollo implicaría una negación del punto de partida, por eso los materialistas parten de la materia para desembocar en la idea. Los materialistas desean el progreso, la consecución de los más altos ideales humanos, los idealistas quedarían frenados por la constante invocación de «espectros sangrientos» y mantendrían a la humanidad en el lodazal. En el siglo XXI, estas reflexiones constituyen todavía la gran paradoja en que se encuentra gran parte de la humanidad, no creo que nadie pueda acusar fácilmente a Bakunin de falta de lucidez en su afán de potenciar el mundo físico y social.
Bakunin funda su defensa de la libertad humana en su concepción del materialismo, muy influida ésta por Feuerbach. Para este autor, la teología debía convertirse en antropología y en ciencia «filosófica», la única vía para aclarar los «misterios» teológicos y para demostrar que se trata de «creencia en fantasmas». Para Feuerbach, las entidades trascendentes no son más que supuestos de los conceptos humanos, la capacidad del hombre para pensar seres infinitos no demuestra la existencia efectiva de universales filosóficos o religiosos. El ser humano crea sus dioses a su imagen y semejanza, invirtiendo la conocida fábula judeo-cristiana, y lo hace acorde a sus necesidades, deseos y angustias. Por lo tanto, es el hombre el que crea a la deidad, y lo hace proyectando en ella algunas de sus mejores cualidades, pero el «producto» acababa volviéndose ajeno al ser humano, poseyendo «vida propia» y terminaba por dominar a su «creador». Esta dominación podía resolverse, según Feuerbach, gracias a la actuación de la propia conciencia humana (Marx y Bakunin insistirán en el plano de lo real y en lo social como camino de liberación). Es interesante la afirmación del filósofo alemán de que las religiones no deben ser simplemente criticadas, también comprendidas, ya que son producto de la intimidad y autenticidad de cada una de las culturas. Por lo tanto, para comprender la historia y el hombre, es necesario esa conversión de la teología en antropología. Es obvio que esta concepción conduce al ateísmo, pero un ateísmo que no parte de la naturaleza sino que es el resultado de una realidad histórica. El afán anarquista por acabar con la religión, algo obvio por otra parte para una completa liberación, pero algo complicado a mi manera de ver las cosas dadas las tendencias del ser humano y su complejidad existencial, merece ser revisado estudiando a Feuerbach. Según mi opinión, en lugar de una mera «abolición» de lo religioso, hablaría más bien de una exhaustiva labor de sustitución, discriminación y enriquecimiento gracias a la filosofía, a la ciencia y a una ética y una razón con más horizonte. Ardua labor, por supuesto, que no requiere respuestas fáciles. Según Feuerbach, es necesaria la crítica a la religión y el estudio de su origen, tanto psicológico como histórico, pero el alemán afirma que el ateísmo resultante no consiste en la simple eliminación de lo religioso, sino el estado en que el hombre llega a la conciencia de su limitación y también de su poder. La limitación sería dada por la conciencia de su inmersión en la Naturaleza; el poder, por el conocimiento de ese mismo estado, por la liberación final de lo trascendente. No es extraño que Feuerbach influyera también en Stirner, aunque el autor de El único y su propiedad concluirá de manera muy diferente al criticar el concepto de humanidad (otra causa ideal, otro absoluto) como una de las grandes abstracciones que piden el sacrificio del individuo. Se le reprochará a Stirner, precisamente, que su superación de «lo sagrado» se establece negando sin más las representaciones sin atender al contenido real de esas representaciones, por lo que su filosofía no puede ser calificada de materialista. Los materialistas se esforzarán en buscar la causa real que hace que el hombre esté sumido en la esclavitud. El ateísmo de Feuerbach está lleno de idealismo ético y supone una negación de la divinidad, pero acaparando de alguna manera el contenido de las creencias.
Con la asimilación del contenido «espiritual» de las creencias, y por la afirmación de la plena conciencia del poder y de la limitación del hombre, podría decirse que el pensamiento de Feuerbach acaba convirtiéndose en una especie de «culto a la humanidad». Muchos le consideran el padre del humanismo ateo contemporáneo, rasgos de identidad de las ideas libertarias. Puede decirse que Feuerbach, a través de Bakunin, proporcionó al menos la base de una línea ideólogica que seguiría en gran medida el anarquismo: la idea de Dios es ficticia, reúne las cualidades esenciales del ser humano proyectadas (razón, sentimiento, voluntad…) y su existencia supone para el hombre una absoluta alienación, subordinación e incluso ser reducido prácticamente a la nada, por lo que es necesaria la destrucción de esa idea ficticia.
Bakunin comenzaría su obra Dios y el Estado formulando una de las grandes preguntas de la filosofía: «¿Quiénes tienen razón, los idealistas o los materialistas?» Aunque el anarquista ruso continuaría tomando partido tajantemente por el materialismo, es decir, afirmando que el mundo material precede al del pensamiento y los hechos estarían antes que las ideas, más tarde trataría de suavizar tan categórica posición y mostraría la necesidad de analizar el mundo de las ideas en aras de una perfección moral y social. El determinismo que, supuestamente, supondrían las condiciones materiales de existencia puede ir paralelo a la incidencia de aspectos ideológicos y culturales, tal y como han sostenido autores posteriores a Marx y Bakunin. Si el materialismo determinista, en el que insistió en numerosas ocasiones el ruso, y la existencia de rígidas leyes mecánicas en la naturaleza, con su negación de los actos libres de la voluntad, se nos pueden hacer demasiado antipáticos, se puede aceptar la influencia de su visión en los aspectos sociales. ¿Hay alguien que pueda negar la gran determinación del medio en los actos del individuo? Allí donde se da la educación, la higiene, el bienestar económico o la posibilidad del desarrollo moral y cultural, resulta más complicado encontrar desequilibrio, violencia o apatía. Naturalmente, la complejidad del individuo y de la existencia sigue haciendo imposible obtener todas las respuestas. Los factores, de una u otra índole, que inciden sobre un ser capaz de modificar su entorno convierten en imposible obtener todas las respuestas a priori.
No obstante, la capacidad de perfeccionar ese medio y de fomentar tanto el desarrollo individual como los hábitos de cooperación pueden ser el camino para conquistar la auténtica libertad. Una libertad que, recordando también a Bakunin, solo adquiere su verdadero significado para el hombre en sociedad. De nuevo obtenemos una muestra de la continua evolución, rectificación y enriquecimiento del ideal libertario en aras de una mejora en la teoría y en la práctica. Supone a mi entender la negación del dogmatismo y de una lectura definitiva de la realidad o del pensamiento. Si Proudhon insistió en el equilibrio entre opuestos, Bakunin aspiró a alcanzar el ideal desde una lectura materialista y no desdeñó en absoluto la influencia de las ideas. Al fin y al cabo, se puede decir que lo que el gigante ruso profesaba no dejaba de ser un idealismo racionalista, un profundo humanismo en definitiva, que reclama todavía su fuerza en estos tiempos tan complicados para la «épica» social y política.
José María Fernández Paniagua
Artículo publicado en el periódico anarquista Tierra y libertad núm.250 (mayo 2008)