Esta mañana, la calle Virgen de Lluc de Madrid ha amanecido tomada por los efectivos de los antidisturbios. Un anciano de setenta y siete años, Emilio Botín García, ha sido desahuciado porque no puede pagar su hipoteca.
y una niña susurra a tu oído
que han desahuciado a la familia Botín.
NACHO VEGAS
El hombre que llora desconsoladamente sentado en el sofá tiene aspecto de buenazo. Lo delatan sus ojos de perro apaleado. Una persona con esos ojos no puede ser mala. La conclusión a la que uno llega al mirar esos ojos es que a ese hombre la vida no lo ha tratado con amabilidad. Miles de arrugas surcan su rostro, cubierto por una piel achicharrada por el sol. Apenas le queda pelo sobre la cabeza y el poco que hay es blanco como la nieve. Ese hombre se llama Emilio Botín García. Tiene 77 años. El sofá es de color crema, viejo y sucio. Fue comprado hace más de 30 años en una de las tiendas de muebles del barrio, pero como solía decir Paloma, la mujer de Emilio, todavía da el apaño. Paloma aún es capaz de recordar, como si lo hubiese acabado de comprar hace cinco minutos, lo que pagó por él: cincuenta mil pesetas de la época. Un pastón. Tuvo que pagarlo a plazos. Ahora, el sofá color crema, viejo y sucio, está ocupando parte de la acera. El resto de los muebles, que están para el arrastre, y unas cuantas cajas con ropa, vajilla, fotos viejas de las bodas de sus hijos y de las comuniones de sus nietos, y otras pertenencias de la familia Botín, ocupan el resto de la acera y parte de la calzada. La familia Botín no tiene sitio a dónde ir. Están, literalmente, en la puta calle.
El hombre que llora desconsoladamente sentado en el sofá nació en Santander, el día 1 de octubre de 1934, justo cuando, muy cerca de su tierra, en Asturias, los obreros creyeron que las cosas podían cambiar y que si en Rusia había sido posible, en España no iba a ser menos. Pero en España fue menos. Y en vez de Revolución, lo que tuvieron Emilio y el resto de los españoles fue, sobre todo, una gran escasez de comida y de libertad. Emilio había nacido en una familia obrera, pobre y de izquierdas, lo que, sin duda, lo marcaría profundamente para el resto de su vida. ¡Me cago en dios!, solía decir cuando se cabreaba por motivos de dinero, si mi padre hubiera sido rico…
Pero su padre no había sido rico.
Así que a Emilio le tocó trabajar como a una bestia durante toda su vida. Casi siempre en la construcción, excepto algunos períodos cortos en alguna otra cosa. Había estado trabajando desde que era un mocoso de seis o siete años. Era tan pequeño cuando empezó que no se acordaba con precisión. Daba igual. De lo que sí se acordaba perfectamente era de que al primer día en el tajo le había seguido otro, y a ese otro más, y a ese otro más, y así sucesivamente hasta el mismo día de su jubilación, que había tenido lugar a los setenta años de edad. Porque esa era otra. El pobre Emilio, gracias a las sucesivas reformas laborales había tenido que estar trabajando hasta el mismísimo día en que cumplió los setenta años. Y ahora, a sus setenta y siete años, cansado ya de luchar, de bregar como un buey, como él decía, enfermo de cáncer, a las puertas de la muerte, se veía sin un maldito techo donde cobijarse y con una pensión que era una puta mierda.
Un desalojo, otra ocupación, grita un grupo de chicos jóvenes, reunido en la puerta de la vivienda de Emilio y Paloma para intentar detener el desahucio. Chicos con rastas en el pelo, con piercings en las orejas, en los labios, en las cejas; con camisetas de Metallica y el Ché Guevara, y estrellas rojas de cinco puntas tatuadas en los brazos. Indignados, se autodenominan. Pertenecen a grupos como 15-M y Plataforma de Afectados por la Hipoteca. También hay gente de otros colectivos: de CNT, el sindicato anarquista; de Democracia Real Ya, la plataforma ciudadana; de Izquierda Anticapitalista; y de diversos colectivos feministas, ecologistas, pacifistas, etc. En total hay unas trescientas personas de todas las edades. Provienen de los barrios obreros de Madrid. Barrios donde, en los últimos tiempos, han proliferado como setas los desalojos de familias trabajadoras. En ningún otro desalojo se ha visto tanta gente como en este, dando la cara por la familia desahuciada, defendiendo su derecho constitucional a una vivienda digna. Desde la otra punta de la calle, llegan otras consignas, gritos de guerra que incitan al combate. Qué pasa, qué pasa, que no tenemos casa, gritan al unísono un grupo de amas de casa que recuerdan a Carmen Maura en la película de Pedro Almodóvar, Qué he hecho yo para merecer esto. Y también: familia desahuciada, casa ocupada; o todo un clásico del género subversivo: el pueblo unido, jamás será vencido, y otros eslóganes parecidos. Un grupo de parados sostiene una gran pancarta blanca en la que alguien ha escrito con pintura roja, “Que desahucien a Juan Carlos”. Otros lanzan sus soflamas contra el presidente del gobierno, que a esta misma hora y no muy lejos de allí, mantiene una reunión de trabajo con la canciller alemana para rendirle cuentas por el plan de ajuste económico del gobierno; también se grita contra los principales banqueros del país, sobre todo contra los mandamases del Banco de Santander, del BBVA, de Caixabank y de Bankia, a quienes se culpa de la ola de desahucios que están viviendo las familias españolas, e incluso los hay que echan las culpas directamente a la Conferencia Episcopal. Aquí no se escapa ni dios.
Desde las ocho de la mañana, la calle Virgen de Lluc del distrito de Ciudad Lineal de Madrid, donde Emilio y Paloma han vivido durante media vida –se dice pronto- parece el escenario de un campo de batalla: los efectivos de los antidisturbios han tomado toda la calle. En este mismo momento se pueden contar más de quince furgonetas de la Policía Nacional y unos 60 agentes antidisturbios, parapetados tras los escudos y preparados con las porras en las manos. Durante toda la mañana, por el megáfono, se ha hecho hincapié en que este es un acto de resistencia pasiva, pacífica. Nadie debe plantar cara a la policía ni en el supuesto de que las fuerzas de seguridad carguen contra la gente aquí reunida. Nada de violencia. Sin embargo, nunca se sabe cómo puede acabar todo esto.
El piso de Emilio Botín fue subastado por impago y se lo adjudicó, como suele ocurrir en el cien por cien de los casos, por ausencia de otras ofertas, el banco con el que Emilio tiene la deuda, el Banco de Santander. Ya hubo un primer intento de desahucio el día 16 de junio, pero gracias al apoyo popular, sobre todo de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, no se pudo llevar a cabo. Sin embargo, esta mañana, la jueza, Lucía Castillo Quirós, titular del juzgado número 31, ha cambiado de estrategia y ha pedido al Ministerio del Interior que pongan los medios necesarios para que se ejecute el desahucio, no vaya a ser que cunda el ejemplo y la gente se rebote y no pague ni el copón bendito. Cosas del capitalismo. Así que a las ocho de la mañana el barrio parecía un estado paramilitar debido a la presencia masiva de efectivos de la policía. El desahucio, esta vez sí, ha sido todo un éxito.
Antes de ser expulsado de su propio piso, el señor Botín ha salido al balcón a darles las gracias a las personas que se han concentrado para defenderlo, a él y a su familia, de la avaricia sin límites del banco y los banqueros y ha aprovechado para decir, con la voz temblorosa por la emoción, que ni él ni los suyos son morosos sino pobres, que es muy diferente. En el piso de Emilio han vivido hasta hoy seis personas: además del propio Emilio y de su mujer, Paloma, estaban su hijo Javier, que está divorciado, y lleva más de tres años sin empleo, buscando sin encontrar; su hija Ana, viuda, con sus dos hijos, un chico que cursa Bachillerato y una chica que, a pesar de ser licenciada en Empresariales y hablar inglés con fluidez, está en paro. En el hogar de los Botín no entra más sueldo que la pensión del abuelo, seiscientos euros, pero ellos se las apañan como pueden. Milagros de la economía doméstica.
En la acera, sentado en el sofá que una vez fue nuevo pero que ahora está desvencijado y sucio, Emilio continúa llorando. Y ahora también ha empezado a llorar Paloma. Sentada junto a su marido, a la mujer se le parte el corazón al verlo llorar amargamente delante de tanta gente, de tantos periodistas y cámaras de televisión. Su marido, que siempre ha sido un hombre íntegro para quien lo más importante de todo era mantener intacta su dignidad. Y ahora, ahí lo tienes, llorando a moco tendido delante de toda España: viejo, moribundo y desahuciado. Llorando como una pobre plañidera. Su pobre Emilio, con el que no había podido jamás nadie. Junto a Emilio y Paloma también están sus seis hijos: Ana, Carmen, Emilio, Carolina, Paloma y Javier. También los nietos de Emilio y Paloma andan por aquí.
A pesar de que el abogado de la familia ha intentado aplazar cuanto ha podido el desenlace final, no ha habido manera legal de detener lo inevitable. Se interpuso una querella por estafa y apropiación indebida, pero fue desestimada por el Juzgado. Se subastó el piso y el mismo Banco de Santander lo compró por la mitad de su precio real. Un negocio redondo para el banco.
Una portavoz de la Plataforma de los Afectados por la Hipoteca, una chica de aspecto nervioso que no aparenta tener más de 20 años, ha manifestado al grupo de periodistas que cubría el desalojo: “En el reino del Borbón, a los jubilados se les quita su casa, pero los banqueros y los políticos disfrutan de todos sus privilegios, de sus sueldos galácticos, de sus coches oficiales, de sus mangoneos, de sus ropas carísimas y de los restaurantes de lujo. Si los trincan robando, no pasa nada, porque luego los absuelve un jurado popular. Mientras tanto, un montón de gente carece de lo básico: comida diaria y un techo digno bajo el que cobijarse. Esto es lo que hay: los ricos, cada día más ricos, y los pobres, cada día más pobres. Y a joderse.” Todo esto ha dicho la portavoz, nerviosa por la falta de costumbre de hablar ante tantos micrófonos y cámaras de televisión, mientras el pobre Emilio Botín García, de 77 años de edad, enfermo, triste, con el alma mutilada, llora desconsolado porque después de toda una vida trabajando, se ha quedado en la puta calle. Y con él, su mujer, dos de sus hijos, y dos de sus nietos.
(Nota: este relato es completamente ficticio, y está basado en los versos introductorios de Nacho Vegas. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.)