Otro domingo. Pagan sus entradas
tan religiosamente, como un credo,
como suelen hacer cada domingo.
Familiares, curiosos, amistades
se desplazan por patios y pasillos
afilando sus cámaras de fotos
como navajas plenas de bondad,
tal vez de compasión y de clemencia.
Y en esta cámara de errores varios
˗ médicos, judiciales, curanderos ˗
servimos el horror en la bandeja
preparada por locos, presos, libres
proyectos de internados y linajes
de hipocresía más que saludable.
En este paraíso terminal
de tranquilas conciencias y de informes
en un apocalipsis de bolsillo,
con las siete gargantas y trompetas
dispuestas por un dios y su esqueleto.
Y aquí, domingo diez de la mañana,
los sapos sin cabeza aguardan turno,
somos peces de espina dorsal corva,
comemos en salvillas nuestro rancho
entre medicación y algas hervidas.
Y pasean su ojo por los cueros
de nuestros cuerpos apagados, blancos
como la luz que invade los quirófanos.
Su ojo celador, descomunal,
con el bien comulgando de su infancia.
Y nuestras manos mutiladas cantan
un aria vigilada, una escala
al cielo de los niños extraviados,
mascados por el cuervo de los otros,
los que enfocan la cámara a los pies
que van bailando un vals desenfocados,
sobre el filo sin luz de las cuchillas.
Domingo, diez de la mañana, dejan
unas monedas limpias, compasivas,
misericordia a un precio baratísimo:
es el juicio final de las familias.
Juan Carlos Elijas