Destrucción de una pared

¿Por qué no tomar un martillo, inspirar lo más profundo que uno pueda (puesto que la respiración forma parte de la fuerza), extender el brazo al máximo y arremeter contra la pared con toda la violencia posible? Es una pregunta que nos hemos hecho varias veces antes de intentarlo. Después de unos pocos golpes desistimos: es una tarea demasiado ruidosa. Tarde o temprano algún transeúnte lo advertiría, dando aviso a la policía.

El resultado tampoco es mejor: los golpes apenas dañaron la pared. Para derrumbar un pequeño tramo deberíamos estar unas cuantas horas y convertirnos en blanco fácil. Es obvio que seríamos atrapados antes de pasar al otro lado y tampoco estoy seguro que nuestras fuerzas nos permitieran abrir un boquete de una vez. Por mi parte, al cuarto golpe ya sentí bastante cansancio, lo que quizás sería soportable si al chocar con la pared el martillo no vibrara en mi antebrazo.

Es verdad que hay que hacer algo -como repite mi amigo el Griego-, pero no parece ser éste el camino. Podríamos incluso sustituir el martillo por una maza. La diferencia técnica es innegable. La potencia del golpe es significativamente mayor y aunque su peso sea un inconveniente, la resistencia de la pared disminuiría de forma notable. Con menos golpes podríamos abrir una brecha y pasar por ella. El problema es que sigue siendo una tarea demasiado sonora. Más rápida y eficaz, sí, pero también más llamativa a distancia. No es preciso experimentar con esa alternativa para darse cuenta. En unos minutos generaría alarma, no digo ya en algún guardia aburrido de dormitar en la silla de su garita (a unos cincuenta metros del objetivo), sino entre los pocos caminantes distraídos que de vez en cuando pasan por ahí, mirando los graffitis trazados al azar en la superficie de la pared.

Cuesta comprender cómo hasta los indiferentes pueden velar por la integridad de una pared que apenas perciben. Si se detuvieran a mirarla, pronto sabrían que no hay, en verdad, nada íntegro en ella. No sólo está descascarada sino que tiene grietas regulares y está invadida por el musgo en sus zonas más oscuras. Por otra parte, ¿cómo podría ser íntegra una membrana que obstaculiza la visión? Es cierto que no sabemos lo que nos impide ver, pero no deja de ser sorprendente que ni siquiera reparemos en ello.

Los graffitis, por su parte, con su presencia silenciosa, nos dan algo así como una primera pauta. Es improbable que los hayan pintado durante el día. Tras especular por un momento sobre el asunto, concluimos que, como todo trazado clandestino, sólo pudo gestarse en alguna hora nocturna. Tal vez eso valga para nuestra tarea.

No se puede destruir una pared a plena luz del día. Bajo el refugio de la noche es más probable que no nos vean y, si fuera necesario, es más factible escapar. La amenaza de ser identificado queda, si no anulada, al menos en suspenso. Incluso la policía se relaja a esas horas. Prueba de ello es la existencia de esas inscripciones dispuestas con prisa. La banalidad de una pared dificulta la sospecha de su derribo. Pero es una banalidad que oculta que una pared es, ante todo, una barrera. Antes incluso de saber qué hay del otro lado, cuenta el hecho de que separa dos regiones.

Avanzar demasiado en estas disquisiciones, sin embargo, no debería hacernos olvidar lo fundamental: nada es seguro. La noche nos hace menos indefensos, pero descuidarnos sería una torpeza irreparable. Porque no se trata de pasar la pared. Podríamos intentarlo con una escalera suficientemente alta. Una vez arriba utilizaríamos unos alicates para cortar el alambre de púas. Aunque advirtieran nuestra presencia, podríamos intentar pasar la escalera hacia el otro lado y bajar sin inconvenientes o, en su defecto, saltar sin más. El riesgo de fracturarse algún hueso existe pero peor sería que nos atraparan.

El problema de una solución semejante es que no altera en lo más mínimo la realidad de este espacio dividido. El Griego insiste: «¿por qué tenemos que aceptar la pared?». Por mi parte, prefiero centrarme en las tácticas. Subir hasta lo más alto de la tapia no podría hacerse sin herramientas adecuadas, pero ¿cómo transportarlas por varias decenas de metros sin que sean detectadas por alguien? Y si lográramos incluso ese primer objetivo, ¿cómo cortar la alambrada sin quedar enredados a ella? Cargar a nuestros hombros una escalera, en plena noche, llamaría demasiado la atención. Probablemente, seríamos detenidos de forma preventiva e interrogados hasta arrancarnos una confesión.

Descartamos entonces esa alternativa. Pasar inadvertidos es vital. Mi amigo insiste en unas octavillas que un grupito de obreros distribuían en los 60 en la fábrica metalúrgica en la que trabajó por más de una década. Pretendían instruir en el arte del sabotaje colectivo. Aunque no estoy seguro de que hayan sido especialmente acertadas en su contenido –de otra forma, no podrían haber despedido unas semanas después a todos los “cabecillas”-, el mero hecho de que hayan logrado arruinar algunas máquinas es bastante aleccionador. Pero ¿qué sabemos nosotros de sabotajes si apenas somos capaces de imaginar cómo destruir una pared?

Vuelvo al principio. Las herramientas tienen que ser transportables sin que nadie lo note. Ser suficientemente pequeñas como para ocultarlas entre nuestras ropas y livianas para correr si fuera necesario. (Abandonarlas en el camino de la huída sería dar demasiadas ventajas al perseguidor). En estas condiciones, la tarea parece imposible. Nos miramos con mi amigo en silencio. Hasta que uno de los dos, no sé bien si él o yo –pero ¿qué importa ahora quién?- dice: «hay que intentarlo por debajo».

No parece mala idea. Tal vez podríamos intentar erosionar la base de la pared. Sólo necesitaríamos una pala para empezar a cavar un túnel. Al principio, sería estrecho y apenas podríamos pasar de a uno, pero el peligro de que capturen a quien pase después seguiría siendo mínimo. La pared permanecería ahí; es cierto. Sin embargo, del otro lado, en vez de seguir más lejos, podríamos seguir socavando a distancias simétricas los cimientos.

Desde afuera las cosas serían algo más sencillas. Podríamos trabajar con cierta tranquilidad, descansando cuando ya no tuviéramos fuerzas.

-¿Y cómo sabemos que sería así?- pregunto.

-Es que no lo sabemos -me contesta el Griego-. Pero ¿sería mejor no arriesgarse?

Ni él ni yo queremos resignarnos. No somos excesivamente utópicos al suponer que del otro lado uno podría respirar mejor. Basta observar alrededor para darse cuenta de que todo esto se parece demasiado a una cárcel.

Aunque dudamos todavía por un momento, nos las ingeniamos para colgar dentro de nuestros abrigos unas palas pequeñas. Pasamos unos hilos resistentes a los mangos y los atamos con fuerza al ojal de nuestros bolsillos internos. El peso no es excesivo. El propio cuerpo ayuda a mantener la pala pegada al lado izquierdo del abdomen, disimulada por el brazo.

Salimos a la calle dándonos ánimo, tratando de parecer serenos. Evitamos conversar. En la oscuridad intuimos nuestras sonrisas nerviosas. Es posible que esta noche no logremos terminar el primer túnel y tengamos que regresar varias jornadas antes de terminarlo. Pero no es demasiado complicado disimular la entrada con hojas y ramas abundantes, desparramando la tierra por encima y trasladando la sobrante a algún punto más distante. Aunque sea un trabajo de topo, cuando uno no quiere detenerse ante la pared ni aceptar sin más su existencia nada parece demasiado. La tarea sólo podría resultar infructuosa si no lográramos llegar a otra parte.

Una vez alcanzado ese objetivo, el derrumbe será cuestión de tiempo. Podremos hacer nuevos pozos que dejen en el aire los cimientos. De forma más súbita que paulatina, la pared se desplomaría como una pesadilla que se extendió por demasiado tiempo. Ni siquiera descartamos que otra gente se sume. Es cuestión de deseo.

Los obstáculos siguen siendo numerosos y nuestro nerviosismo es evidente. Mientras comenzamos a cavar, comprobamos que no viene nadie. La tierra cede sin demasiada resistencia. El rocío la humedece y eso facilita nuestro trabajo. Como dos fugitivos al borde de su jaula, trabajamos despacio para no arruinarlo todo. Aunque hace apenas unas horas considerábamos que esto era imposible, sentimos ahora la proximidad de una recóndita apertura. La noche es larga y nos sorprende cavando una salida.

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