COLUMNISTAS | JENOFONTE
Por mucho que le
dijeran que el trabajo era un medio para hincarle el diente a la vida, solo
veía la nada. Quizá la culpa la tenían tanta preparación y saber interpretar
las estadísticas.
Para frenar el desasosiego, empezó a leer por los noches el
viejo Estatuto de los Trabajadores que guardara el abuelo en un cajón de la
mesilla como otros habían guardado el Libro Rojo de Mao o la Biblia en Verso.
Pensó que era un best seller de autoayuda y no paró hasta que encontró el
significado de El cuarto de hora del bocadillo; eso que un juez había dicho –a
estas alturas del invento- que tenían derecho a disfrutarlo todos los
trabajadores. ¿Ni siquiera esto tan simple era así? Tenía colegas que ya conocían
que el futuro se medía en probar dónde se es menos esclavo, si de cajera en la
FNAC, si de reponedora en Mercadona, si de reclamo sexual en alguna de las
terrazas de verano de la Costa del Sol o siendo un engranaje más del motor
económico en el país de Todos Valemos para Camareros. A veces llegaba a la
conclusión de si no era hija de la rendición social firmada tan a cada rato por todos los revolucionarios perdidos. Cuando
terminó la vieja edición del Estatuto, concluyó que quedaba bien como argumento
de ciencia ficción de lo que en un tiempo prometían los derechos de los
trabajadores. Así que estaba la cosa como para salir a trabajar para enriquecer
a otros.