Jim Jarmusch es el más conocido de los cineastas independientes norteamericanos, quizá el que con mayor acierto ha conseguido establecer un estilo y una voz propias, en un ambiente en el que el inoperante buenismo para progres, la dulce estética Sundance de corte telefilme o, por otro lado, el paradigma del pastiche y la hiperviolencia que resume Quentin Tarantino, hacen muy difícil resistir y desarrollar una carrera. Sin embargo, hoy trataremos el único filme de Jarmusch que no puede considerarse propiamente independiente, puesto que aunque realizado al margen de Hollywood, Jarmusch entra en el territorio de las grandes compañías independientes, compañías cinematográficas que mueven presupuestos de varios millones de dólares por filme y cuyo control del resultado final del filme suele ser arrebatado al autor para asegurar una mayor vida comercial al filme. Sin embargo, se trata del primer filme de contenido explícitamente político en la obra de Jarmusch, si bien esta obra está muy lejos de resultar en un panfleto ideológico o en una obra cuyo contenido político pueda ser aprehendido de manera inmediata, sin llevar a cabo una reposaba reflexión.
Dead man significa un cambio completo en la obra de Jarmusch. Por un lado, supone una nueva narrativa y una nueva concepción formal. Por otro, un cambio en la misma producción de los filmes. Por primera vez, y última, Jarmusch se asocia con Miramax, debido al aumento del presupuesto del proyecto y a la crisis de público que el sector estaba atravesando. Contra lo habitual en las producciones Weinstein, Jarmusch se reserva el montaje final y la propiedad del negativo, hecho que lo sitúa en la línea minoritaria de los independientes americanos, contra la tendencia casi hegemónica que gravita en torno a Sundance y que, antes que significar una posición determinada dentro de la industria del espectáculo definida en términos de defensa de la expresión propia y de valorización de una distribución y una exhibición progresiva y de vida larga, es vista como una forma de acceso al sistema de grandes estudios y de distribución masiva e intensiva.
En el momento de producción de Dead man, el modelo del cine independiente americano había derivado hacia las formas más comerciales del paradigma Tarantino, director que nunca controló el montaje de sus filmes, sino que siempre dejó la forma final de éstos al criterio comercial del distribuidor, hecho por lo que sería también debidamente recompensado por los Weinstein con la dirección de su propia filial de distribución, Rolling Thunder. En esta deriva, la influencia de Miramax fue crucial, no sólo con el sistema de control que establecieron en todo el proceso de creación de los filmes, perfectamente análogo al imperante en Hollywood, sino también con la creciente importancia de la publicidad, llevada hasta la saturación, el incremento de las tiradas de positivos en búsqueda de estrenos globales que hasta ese momento eran privativas de Hollywood, y la búsqueda de un asentamiento industrial “prestigioso” basado en la continua entrada en la nómina de ganadores de los Oscar.
Dead man supone también un cambio en la obra de Jarmusch en cuanto que es su primer film en contener implicaciones políticas directas, un posicionamiento político que Jonathan Rosenbaum define en un doble sentido: por un lado, es el primer western obra de un director blanco que asume como espectadores a los nativos americanos, por otro es un retrato descarnado del capitalismo americano blanco y de su representación en los filmes americanos. Dead man constituye una crónica demoledora de la violencia que fundamenta las raíces de los Estados Unidos y la conquista del Oeste por parte de los colonos de origen europeo. Sin dejar de incluir diversas referencias al genocidio padecido por la población india, Jarmusch desarrolla una mirada antropológica sobre la civilización blanca.
Frente a la figuración blanca, al fin y a la postre los verdaderos salvajes de una gesta vendida cómo heroica, Jarmusch parece inclinado por explorar diversas dimensiones de la cultura de los nativos americanos, eludiendo los estereotipos posmodernos del indio como criatura mitológica, estereotipos que tienden a ver y a potenciar una visión irracional del indio, visto como confluencia de diversas formas y fuerzas chamánicas, telúricas, precivilizatorias, una visión que define al indio cómo extranjero, que parte de un punto de vista inequívocamente blanco que se considera a sí mismo el primero poblador real, civilizado y racional, de Norte América.
Pero también, en esta radical meditación de la expansión hacia el Oeste, Jarmusch reescribe el mito de la frontera en una refutación de las idealizadas interpretaciones que este seminal motivo recibe en el imaginario nacionalista de los Estados Unidos y que remarca la importancia que la violencia étnica y el afán de enriquecimiento inmoral han jugado en esta expansión.
Pero Jarmusch introduce también una reflexión profunda sobre el espacio urbano que se va conformando en esta expansión y lo introduce en estas dinámicas sociales y económicas comentadas, como si estuviese llevando a cabo la refutación que pedía Lewis Mumford sobre esta falsa idea de la prosperidad, haciendo un balance entre las ganancias personales y las pérdidas sociales. La idea de frontera que establece Dead man, una frontera que avanza, pierde toda la parafernalia democrática con que fue adornada para convertirse en el dominio de la tiranía y la oligarquía. Pierde todas las referencias románticas a una naturaleza virgen por la que se mueven caravanas de colonos para inscribirse en un proceso imparable de industrialización, de desarrollo de un capitalismo industrial que se asienta sobre el deterioro del territorio y sobre diversas formas de violencia.
Este proceso, visto en términos de expansión de la civilización según el imaginario reaccionario del capitalista blanco, a cuyo asentamiento contribuyó el cine clásico de Hollywood mediante un género como el western (precisamente el género más reaccionario de toda la producción del Hollywood de esta época y permanentemente puesto en valor hasta la actualidad, puesto que implica un referente mítico para la moral del sueño americano y del americano hecho-a-sí-mismo contra la permanente amenaza del Otro, del que queda fuera)[1], es lo que Jarmusch pretende revertir mostrando este proceso en términos de tecnología de la muerte.
Esta es la realidad socioeconómica en la que Jarmusch asienta el nacimiento del urbanismo moderno en los Estados Unidos, una realidad que no es otra que el afán demente de expansión industrial y el genocidio, lectura que de manera muy evidente puede ser extraída por cualquier espectador norteamericano y extendida al resto de la historia de su país, historia en la que el permanente desarrollo industrial se asentó en un continuo avance de la frontera, ya abiertamente imperialista, y en un genocidio que asume la forma directa de la guerra y, en un segundo movimiento, en la propia guerra interna y en el establecimiento y multiplicación de nuevas fronteras interiores, las de la exclusión y sus guetos.
Sin embargo, el film fue recibido por cierta crítica como un artefacto antihumanista que desarrolla una fascinación cínica por la violencia, incluso llegando a ponerlo en relación con la estética tarantiniana. Sin embargo, nosotros compartimos la visión de Rosenbaum, que ve el film como un desafío a los convencionalismos comerciales sobre la violencia, una respuesta a la representación irónica de la violencia de, precisamente, directores como Quentin Tarantino. La violencia en el film de Jarmusch no recibe el tratamiento ultraestetizado que le otorga Tarantino y que viene de la reaccionaria herencia de Arthur Penn o Sam Peckinpah. Nada puede haber menos épico, menos patético, menos heroico, que la forma de matar y morir en Dead man.
Es más, Jarmusch aporta una visión fuertemente ética sobre esta violencia, que ya se preocupó de insertar en una realidad socio-económica completa que la explica, como son los movimientos de migración interna durante el desarrollo industrial que supusieron precisamente la destrucción de los recursos humanos de los Estados Unidos, y lleva a cabo también una reflexión sobre la importancia del asesinato en la cultura occidental.
En definitiva, Dead man es un claro ejemplo de una obra cuyas múltiples capas y lecturas desborda una primera aproximación ideológica. Su mérito está en el sometimiento a crítica de los principios rectores, fundadores, la cultura norteamericana que se extiende en la actualidad como forma de dominación global. Y es que la obra de Jarmusch no de deja de tener una importante dimensión política que es importante desvelar. Su importancia está en el valor de la vivencia de la cotidianidad por encima de cualquier condicionante opresivo. Está en la centralidad del Otro como personaje, de la condición liminar de sus personajes mostrados en proceso de construcción o de afirmación identitaria. Está en su consecuente negación de los regímenes visuales y narrativos dominantes, negación del espectáculo y su ideología, lo cual es una posición ética directa.
Todos los filmes de Jarmusch disponen el encuentro de distintos personajes distantes de los lugares centrales de la distribución social, que pertenecen a distintas culturas y que padecen un malestar social, y en las relaciones que establecen Jarmusch critica las concepciones jerárquicas, absolutistas y religiosas de la realidad, de manera que sus filmes configuran un verdadero pensamiento comunitario, secular y multicultural, valores que se exponen en un imaginario opuesto a la ideología hollywoodiana construida sobre personajes triunfadores, finales felices y valores competitivos, sexistas y nacionalistas, ideología que no deja de ser la dominante en Norteamérica, y consecuentemente en el mundo capitalista.
Al mismo tiempo, Jarmusch mantuvo una estricta independencia de la gran industria cinematográfica y evitó siempre la integración sistémica como parte de la cultura hegemónica en que los artistas posmodernos terminaron, cuando no fue el lugar desde el que empezaron. Frente a este cine caracterizado por la falta de compromiso, del que “ese cine español” sigue siendo, o es cada vez más, un ejemplo perfecto, hay un arte cinematográfico que, desde distintas perspectivas y culturas, intentó recuperar una concepción ilustrada de la creación artística y de la experiencia estética, que, desde la figuración de la miseria del mundo es capaz de representarla junto con su causa sistémica profunda, constituyendo lo que Fredric Jameson definió como conciencia de la totalidad social.
Esta independencia de Jarmusch es fundamental para sortear el mal que Jameson percibe en la actitud social del arte posmoderno, la de situar el arte plenamente en el proceso de producción capitalista y de esta manera reducirlo, igual que todas las experiencias humanas, a su mercantilización, proceso que, siguiendo a Theodor Adorno, lleva a abolir toda perspectiva autónoma desde la que criticar las formas dominantes del desarrollo económico. Es precisamente este proceso autónomo de crítica lo que autores como Jarmusch pretenden activar. Si decidimos elegir un ejemplo escasamente ideológico o propagandístico fue precisamente para mostrar el alcance del modelo.
Creemos, en definitiva, que la contribución de la obra de Jarmusch, en términos éticos y políticos, es de un alcance superlativo. Consideramos, con Jacques Rancière, que no todo el efecto político de las obras se mide según la producción de sentimientos de atracción o repulsión, de indignación o de adhesión, sino que este alcance político debe medirse desde la capacidad de las obras de invertir la perspectiva dominante, de imaginar no ya las formas de un arte puesto adecuadamente al servicio de fines políticos, sino formas políticas reinventadas a partir de las múltiples maneras en que las artes de lo visible inventan las miradas, disponen los cuerpos en los lugares y los hacen transformar los espacios que van recorriendo.
Consideramos que la aportación de Jarmusch a construir estas imágenes, su incidencia en la representación dignificada y humana de personajes liminares desde una óptica afirmativa es fundamental. Creemos que el cine, como cualquier arte, no puede rechazar, en base a discursos estéticos falsos y finalmente siempre reaccionarios, su implicación en un proceso de emancipación de la humanidad cada vez más necesario. Y debe contribuir ampliando el espectro de la representación (en figuras y temas) y rechazando aproximaciones maniqueas o heroicas, de manera que podamos comprender el mundo y las dinámicas sociales actuales y futuras desde la complejidad en la que se desarrollan y desde la complejidad desde la que nos demandan respuestas. El cine puede construir una imagen crítica del mundo y de nosotros mismos como parte dinámica de él, o puede construirnos como mito, como ideal, y a nosotros como parte estática.
[1]Dificilmente se puede entender la permanente valorización de filmes de tan escasos valores cinematográficos como Río Rojo [Red River, 1948] de Howard Hawks, Horizontes lejanos [Bend of the river, 1952] de Anthony Mann o Centauros del desierto [The searchers, 1956] de John Ford, se non é pola importancia da súa significación en ter-mos de actualización dunha ideoloxía concreta e da súa utilidade nos procesos de reprodución da ideoloxía domi-nante.