DOSIER: Vivir sin penas | Ilustración de El Bellotero | Extraído del cnt nº 437
Julio de 1936. El bando fascista golpea cuerpos y territorios, arrasando la resistencia y desangrando la tierra. El aparato ideológico se pone en marcha, porque desde el principio está claro que esta no será sólo una guerra política, sino de intenciones. Y las mentes es lo primero que hay que domar.
Comienzan, de manera paralela a las batallas, las purgas a cualquier colectivo que amenace de alguna manera el status normativo de la que va a ser la nueva España. Ya en un decreto del 10 de diciembre de 1936, José María Pemán, presidente de la comisión de cultura y enseñanza, advertía: «El carácter de la depuración que hoy se persigue no es sólo punitivo, sino también preventivo. Es necesario garantizar a los españoles que con las armas en la mano y sin regateos de sacrificios y sangre salvan la causa de la civilización, que no se volverá a tolerar, ni menos a proteger y subvencionar a los envenenadores del alma popular, primeros y mayores responsables de todos los crímenes y destrucciones que sobrecogen al mundo hoy y han sembrado de duelo la mayoría de los hogares honrados de España».
Y se inician así los llamados «expedientes de depuración del magisterio».
Etimológicamente, «depurar» deviene del latín depurare, que significa literalmente «limpiar, purificar». Así pues, un Hércules ciego enarbolando yugo, flechas y bandera rojigualda desvió el cauce de la historia para vaciar lo que para unos era limo fértil de sabiduría y para otros adoctrinamiento laicista y descreído de los valores tradicionales. Decenas de miles de docentes sufrieron sanciones de uno u otro tipo, relegados, apartados del puesto, multados, fusilados. Y es inevitable recordar la dignidad triste de Fernando Fernán Gómez en «La Lengua de las Mariposas» (Rafael Azcona, 1999), traje impoluto y mirada ya en el olvido, ¡¡tilonorrinco, espiritrompa!!, amor y miedo entre piedras y fusiles.
Experimentos de renovación pedagógica, escuelas racionalistas y anarquistas, casinos, cualquier atisbo de progreso fue aplastado, silenciado. Los ateneos libertarios, «la escuela de idealistas, donde se forjan los hombres y mujeres del mañana» (Mauro Bajatierra), se borraron de la historia de un plumazo, como tinta invisible.
Los más de medio millón de expedientes de depuración pueden consultarse en abundante bibliografía, en la que destaca «Maestros de la República, los otros santos, los otros mártires», de Maria Antonia Iglesias, y en bases de datos documentales como la elaborada por la asociación «Innovación y Derechos Humanos» (IHR World).
La dictadura fue desde el comienzo plenamente consciente del papel de la educación como base para el adoctrinamiento de la población. Adoctrinar, invadir mentes, anular… Y que hayan pasado casi noventa años y tener que volver a escuchar a bocas podridas, herederas de brazos en alto, acusar una vez más al cuerpo docente de querer dejar pensar en libertad, cuando sus herramientas siguen siendo las mismas, con el mismo borde afilado, con la misma hoja… Las escuelas, como eje de transmisión del franquismo, se regalaron a las instituciones católicas, sotanas y rosarios en las aulas, rezos hipócritas y cabezas agachadas en los pupitres de madera y tinta. Pero aún así, conscientes de la necesidad de ejercer el control desde dentro, se decretó en 1939 la Ley sobre provisión de plazas de la Administración del Estado con mutilados, excombatientes y excautivos. Cientos de antiguos militares sin formación ni experiencia docente previa conformaron, junto a curas y monjas, el nuevo cuerpo de magisterio nacional, puro y prístino, armados con la biblia y la vara. La letra con sangre entra.
Todo está mal. Desde la formación del futuro cuerpo docente y el proceso público de oposición, donde prima la memoria por encima del saber hacer, a unas escuelas que nunca han sido públicas, sino estatales, y un cuerpo docente que vende su alma a cualquier editorial siempre que traiga una pizarra digital bajo el brazo.
Y así fue como aprendimos a obedecer.
Y nosotras lo aprendimos mejor que nadie. El papel de la mujer como agente reproductor y soporte del hombre del nuevo nacional catolicismo se entrenaba ya en los pocos espacios de formación femeninos. Nuestro nuevo rol como hija, esposa y madre quedó explícito en las nuevas corrientes pedagógicas, tal y como describió Adolfo Maillo García: «El problema de la educación femenina exige un planteamiento nuevo (…) En primer lugar, se impone una vuelta a la sana tradición que veía en la mujer la hija, la esposa y la madre y no la ‘intelectual’ pedantesca que intenta en vano igualar al varón en los dominios de la Ciencia. ‘Cada cosa en su sitio’. Y el de la mujer no es el foro, ni el taller ni la fábrica, sino el hogar, cuidando de la casa y de los hijos, de los hábitos primeros y fundamentales de su vida volitiva y poniendo en los ocios al marido una suave lumbre de espiritualidad y de amor». La Sección Femenina, bajo el lema Mujeres para Dios, para la patria y para el hogar, vigiló con ojo de halcón el cumplimiento de las máximas de la Ley de Enseñanza Primaria que estuvo vigente hasta 1970, que regulaba las etapas educativas hasta el Bachillerato, no recomendable para la mente femenina: «La mujer tiene obligación de saber todo lo que podríamos llamar la parte femenina de la vida; la ciencia doméstica es quizá su bachillerato» (Pilar Primo de Rivera).
Durante cuarenta años las escuelas españolas fueron garante de formación del llamado espíritu nacional, con las instituciones religiosas y militares parasitando mentes infantiles. En 1979, viendo su estatus e influencia peligrar, la Santa Sede apresuró al gobierno de una transición olvidadiza condescendiente a firmar el llamado «Concordato», una serie de normas que se pactaron en secreto y que establecen aspectos como que «(…) En todo caso, la educación que se imparta en los centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana» (Título I). De esta manera, se regula la obligatoriedad de impartir religión católica en todos los centros públicos, así como la libertad para la contratación y selección de las personas responsables de impartir esta doctrina, eso sí, con dinero público y sin pasar ningún proceso selectivo más que el del dedo del responsable religioso de turno. Y este concordato no ha sido jamás modificado, ni siquiera propuesto para su derogación. Todo esto en el marco de un estado supuestamente aconfesional y laico.
Como remate del dimorfismo educacional, el gobierno de Felipe González, chaqueta de pana en ristre, impidió la necesaria emancipación de las escuelas del crucifijo que aún presidía las aulas creando la red de centros concertados en 1985, un modelo de enseñanza que garantizaba la continuidad de los centros religiosos privados del franquismo, eso sí, financiados ahora con dinero público, y que en la actualidad se han convertido en el refugio elitista de la clase media aspiracional.
Y es que todo está mal en el ámbito educativo. Todo está distorsionado y revestido de una falsa pátina de modernidad, cuando la realidad es que las escuelas distan mucho de ser lugares de verdadero aprendizaje. Los gobiernos de turno se afanan en redactar su propia normativa, turnándose en el proceso de enloquecer al profesorado aspirante mediante la redacción de leyes educativas que, en la mayoría de los casos, sólo difieren en los signos de puntuación.
Todo está mal. Desde los planes universitarios de formación del futuro cuerpo docente, impartidos mayoritariamente por personas que jamás han tenido contacto directo con aulas de ningún tipo, al proceso público de oposición, donde prima la memoria por encima del saber hacer, a unas escuelas que nunca han sido públicas, sino estatales, y un cuerpo docente que vende su alma a cualquier editorial siempre que traiga una pizarra digital bajo el brazo. Un cuerpo docente aborregado, en su mayoría, inconsciente de que las escuelas se han convertido en centros de producción de masa obrera sin cualificar, sin derecho a pensar. Y mientras asesinan mujeres y «maricón» sigue siendo la palabra estrella en los patios, se nos llena la boca de planes de igualdad y diversidad que la mayoría de las veces se limitan a cubrir los centros de lazos blancos y morados, pero que no causan el impacto social necesario para provocar el cambio.
La solución, sin embargo, se presume sencilla. Hagamos de nuestra mente una escuela. Ante lo que nos digan, lo que pensamos. Seamos resistencia.