El Compañero del sindicato de Cartagena Juan Alcaraz Saura ha muerto. Juan era memoria viva de esta Confederación y de la historia de la resistencia de este pueblo contra la lacra fascista que tiñó de sangre la floreciente sociedad del 36. La tenacidad, la humanidad y la experiencia de compañeros como Juan y otros muchos que nos han ido dejando, son el mayor legado que nos han dejado.
Personas como estas nos hacen falta para hacernos a todos mejores. Tolerantes, vitales, abiertos, dialogantes, pícaros, cariñosos, cercanos, sensatos… En fin, buenas personas, ¡¡Qué mejor manera de ser anarquista que siendo una buena persona!
Hasta siempre compañero Juan Alcaraz, que la tierra te sea leve.
Juan Alcaraz Saura. Todo un ejemplo para la militancia confederal
El compañero Juan Alcaraz Saura nació en la comarca de Cartagena hace
ahora noventa y dos años. Fue un 5 de Enero de 1921 en un pueblo
llamado la Aparecida, el mismo pueblo que durante los años de la Guerra
Civil fue conocido como Caserío Francisco Ascaso. Al empezar la
contienda bélica (“revolucionaria para nosotros”, como afirma el propio
Juan) tenía sólo quince años, pero muy pronto se despertó su curiosidad
por las ideas libertarias. Empezó a asistir a las reuniones y mítines de
la CNT, a la que se afilió en 1937, y a leer todos aquellos periódicos y
libros que llegaban a sus manos. Poco tiempo después decidió organizar,
junto a otros jóvenes del pueblo, un grupo de Juventudes Libertarias
del que Juan sería el primer secretario: el Grupo Acracia. Aquellos
jóvenes libertarios, con la ayuda del maestro de la escuela, organizaron
una serie de charlas y clases para adultos, casi todos analfabetos, con
las que obtuvieron un gran éxito y una tremenda satisfacción.
En 1939, al cumplir los dieciocho años, Juan fue llamado a filas.
Aquella fue la última de las quintas a las que llamaron “del biberón”,
ya que la guerra estaba tocando a su fin y ya no se movilizaría a más
hombres para defender a la República. El 5 de Marzo de 1939, domingo,
Juan se dirigía en bici al arsenal de Cartagena, donde había sido
destinado para cumplir su servicio militar, cuando escuchó gritos de
“¡Viva España!” a la entrada de la ciudad. La quinta columna se había
puesto en movimiento y grupos armados de soldados y civiles actuaban por
las calles gritando sus consignas y agitando sus banderas. Juan decidió
cambiar de rumbo y se dirigió entonces al Comité Comarcal de la CNT,
donde se encontró con un buen número de compañeros que habían llegado
hasta allí para, igual que él, esperar el desenlace de los
acontecimientos.
Pronto llegaron noticias de que la flota naval, anclada en su
totalidad en el puerto de Cartagena, se preparaba para zarpar rumbo a
Argelia, donde se pediría refugio a las autoridades francesas. Sin
pensárselo dos veces, los compañeros reunidos en el Comité Comarcal
tomaron la decisión apresurada de abandonar la ciudad antes de que los
fascistas los atraparan por sorpresa. En fila india fueron abandonando
el edificio para llegar hasta el puerto de la ciudad, donde tuvieron la
suerte de encontrar el último barco de la flota que aún no había
zarpado: el crucero Miguel de Cervantes, capitán de la escuadra
marítima. Unos veinticinco o treinta compañeros subieron al barco,
sumándose así a los tres mil ochocientos militares republicanos y a los
trescientos cincuenta civiles que huyeron de Cartagena aquel mismo día.
“Los que no quisieron correr nuestra suerte”, recuerda Juan, “se
marcharon a sus casas. Más tarde sufrieron las consecuencias siendo
detenidos y encarcelados, entre ellos, dos hermanos míos”.
La flota llegó el 7 de Marzo a la base naval de Bizerta, en Túnez, ya
que las autoridades francesas les habían negado refugio en Orán. “A
partir de ahí”, nos cuenta Juan, “empezó nuestro calvario en el exilio.
Nos pusieron mandos militares, nos distribuyeron en grupos y nos hacían
formar todas las mañanas para repartirnos el trabajo”. Allí fueron
sometidos a custodia militar y a régimen disciplinario, transportados en
vagones para el ganado y hacinados en las condiciones más penosas e
insalubres que podamos imaginar. Dormían en casas derruidas, sin puertas
y sin ventanas, sobre suelos cubiertos de paja como único abrigo, y
recibían escasísimas raciones de agua y de comida. “Pronto empezamos a
sentir la necesidad de alimentos, el agua estaba racionada; solamente se
nos daba para beber. Nos hacían miserias para que volviésemos a España.
Las autoridades del campo, con cierta complicidad de algunos ex-mandos
de la flota, fijaron un aviso en el que, sustancialmente, se decía: el
gobierno de Franco concede una amplia amnistía y asegura la libertad a
los que decidan volver. Bastantes marinos volvieron pero nunca
regresaron a sus casas”.
Durante
los meses siguientes, Juan trabajó en la construcción de un ferrocarril
que debía unir el sur de Túnez y la línea Mareth, pero muy pronto
comenzó la Segunda Guerra Mundial y tuvieron que ser evacuados a la
retaguardia. Fueron trasladados a la Skira, una gran playa al norte de
Gabés donde el ejército francés almacenaba gran cantidad de armamento y
munición. En quince días, ante el avance de las tropas italianas,
tuvieron que cargar todo aquel material en trenes preparados a tal
efecto. Una vez terminado este trabajo fueron conducidos hasta las
llanuras de las montañas Kenchela, en Argelia, donde serían utilizados
para talar árboles y construir caminos y puentes con sus propias manos,
arrastrando enormes piedras que tenían que transportar con la sola
fuerza de su cuerpo. Después serían trasladados a las minas de Kenadza,
al sur de Orán, siendo puestos a entera disposición de la Sociedad
Minera Houillères de Kenadza para ser empleados en las minas o en
cualquier otro trabajo que pudiera surgir.
Las faltas disciplinarias, por leves o inexistentes que pudieran
parecer, eran castigadas de la manera más severa. Juan recuerda una
ocasión en la que se negó a limpiar la habitación de un vigilante civil y
fue castigado con siete días de tombeau. Este castigo consistía en
permanecer sentado en un agujero cavado en la tierra siendo alimentado
una vez al día con un trozo de pan duro y un poco de agua a la que se
añadía un buen puñado de sal de vez en cuando. Tras siete días de
castigo, Juan fue confinado durante tres meses en el campo de Hadjerat
M’Guil, más conocido como el Valle de la Muerte. “Gracias a mi juventud,
mis deseos de vivir y de volver a ver a mi familia”, nos asegura este
compañero, “pude salir vivo de aquel infierno”. Los goumiers que
vigilaban a los trabajadores en aquel campo tenían orden de disparar a
todo aquel que intentara fugarse, algo que hacían cuando sus jefes,
simplemente, se lo indicaban. Las ropas y el calzado que les dieron eran
miserables y gastados, viéndose obligados a caminar descalzos sobre las
piedras cuando llegaba la noche. Los trabajos llevados a cabo en este
campo llegaban hasta la extenuación, al igual que las palizas
indiscriminadas que llevaron a la muerte a compañeros como Lewystein,
Moreno, Jaraba, Pozas, Álvarez… entre muchos otros. Juan recuerda con
especial tristeza al compañero Moreno, también conocido como el Maño,
que fue torturado, golpeado y obligado a trabajar más allá de sus
posibilidades físicas durante una terrible agonía que duró ocho
interminables días. “Lo azotaban sin compasión delante de todos los
componentes del campo. Groumiers formados, con los fusiles en mano, nos
rodeaban para que no nos moviésemos al presenciar tales horrores. Por
las noches, después del penoso trabajo que tenía que realizar, no lo
dejaban dormir, turnándose en los apaleamientos todos los guardianes,
desde el jefe hasta el último empleado”. Y así continuaron hasta el día
en que lo abandonaron sin sentido en el suelo de una celda, sin alimento
y sin los cuidados médicos más básicos, muriendo ocho días después de
su llegada al conocido como Valle de la Muerte. “Sufríamos con fuerza
de voluntad la humillación”, nos cuenta Juan. “Yo era joven y jamás
hubiera creído lo que pude ver allí (…). Cuando me sacaron de allí,
pensaba en los que se quedaron. Me preguntaba cómo hombres con galones,
bien comidos y vestidos, podían hacer tanto daño a sus prójimos”.
Cuando las tropas aliadas invadieron el norte de África, Juan se
marchó a Orán. Empezó a trabajar de camarero, conoció nuevas amistades,
se casó y tuvo tres hijos. Fue feliz en aquella ciudad durante algunos
años pero otra guerra, en este caso la de Argelia, le obligó a emigrar
de nuevo. En esta ocasión Juan marchó con su familia a Avignon, en
Francia, donde unos familiares les ayudaron a salir adelante. No regresó
a Cartagena hasta treinta y siete años después del exilio, una vez que
“el régimen totalitario fue barrido con la muerte del traidor Francisco
Franco”.
El compañero Juan puede presumir de no haber faltado nunca a su
compromiso con el Anarcosindicalismo. Tanto en el exilio como tras su
regreso a Cartagena nunca ha dejado de contribuir con sus cuotas al
sindicato, su presencia en las reuniones y su asistencia a las
manifestaciones. Siempre ha colaborado a la hora de repartir propaganda y
ha ocupado aquellos cargos que necesitaban ser cubiertos, cosa que ha
hecho durante años haciéndose cargo de las tesorerías del SOV de
Cartagena y del Comité Regional de Murcia. Actualmente el compañero Juan
Alcaraz continúa manteniéndose activo como militante de la CNT en
Cartagena, aportando su apoyo y su experiencia en todos aquellos
momentos que considera oportuno. Tal y como él mismo dice, “hoy, a mis
ochenta y ocho años, soy menos eficaz pero sigo en la brecha”.
El ejemplo que Juan brinda a quienes tiene a su lado es de un valor
incalculable. Por desgracia no todos tenemos el mismo empeño y capacidad
de entrega que tiene este gran compañero, pero, aún así, debemos ser
capaces de aprender de la solidez de esas ideas antiautoritarias que le
han acompañado hasta el momento presente. Para eso sólo es necesario ser
un buen alumno, ya que al buen maestro ya lo tenemos. ¡Salud compañero!
Francisco García Morales