Aunque sólo queden rescoldos…

DOSIER: Furia libertaria | Ilustración de Rubén Uceda, extraía de «V» de Versoñetas | Extraído del cnt nº 438

En una entrevista a Carlos Taibo tras la publicación de su libro «Los olvidados de los olvidados. Un siglo y medio de anarquismo en España» (Ed. Catarata, 2018), Rubén Caravaca le interpela: «¿Qué es ser libertario en el siglo XXI?». La respuesta es contundente por lo cierta:

«A mi entender, significa defender la autogestión, la desmercantilización, la despatriarcalización y la definitiva descolonización de nuestras sociedades, desde la conciencia de los retos que se derivan de un colapso que bien puede ser inminente».

Si probamos a hacer una encuesta en la calle para indagar acerca del ideario colectivo de términos como «autogestión», comprobaremos de facto lo alejada que está la sociedad de conceptos que, para las personas que integramos o hemos formado parte de colectivos de base son el abecé de nuestro modo de proceder o de entender el mundo. Mientras tanto, los colectivos anarquistas hemos crecido hacia adentro, fagocitándonos a nosotros mismos, muchas veces incapaces de adaptar o defender nuestro modelo de lucha a una realidad que cada vez se distancia más del ideal que siempre hemos considerado liberaría a la clase trabajadora de cualquier modelo de opresión económico. La firmeza mantenida frente a pactos entre sindicatos y estado que no han hecho más que mermar la posibilidad de reacción frente a los abusos del capital y su modelo unitario de representación; la negativa a modificar en modo alguno la recepción de subvenciones o cualquier ayuda económica pública merma nuestra capacidad de movilización, el trabajo esforzado y voluntario de las y los militantes nos agota, y la prensa, con la invisibilización voluntaria de nuestras victorias, nos esquilma. Porque de lo que no se habla, ya se sabe. No existe. Y nos miramos con asombro, sin entender cómo nuestro mensaje, tan preclaro, tan necesario, sigue sin calar en la gente que camina por la calle con el cuello inclinado, inmersa en una vida que asusta por lo virtual, por lo fatuo. Y continuamos creciendo hacia adentro, en una endogamia ideológica que nos condena a desaparecer.

Porque nos fallan las palabras.

En el imprescindible artículo de Darío Adanti: «Libertario: O cómo el saqueo semántico de la ultraderecha nos está dejando sin palabras» en la edición de El Diario del 7 do octubre de 2023, asistimos en clave de humor a un breve estudio diacrónico de los términos que hoy pervierte el colectivo de la banderita rojigualda made in Bangladesh al ristre y tarjeta Negra American Express Centurión en el bolsillo, aullando (literalmente) y arrastrando en su locura reivindicativa a cualquiera que no sea capaz de entender que derechos y privilegios no son términos de la misma ecuación.

La libertad, lo libertario, asociado desde la aparición de un seno en un óleo francés a lucha obrera y reivindicación social, quedó vinculada al modelo anarquista y a su ideal. Desde las primeras décadas del siglo XX, los grupos ácratas se expandían como la pólvora y con ellos se fue fijando una terminología que generó un campo semántico teñido de rojinegro.

Adanti nos recuerda que fue Roosevelt en la década de los 30 quien «(…) empezó a utilizar la palabra liberal para identificar al partido Demócrata, quedando fijada como sinónimo de las políticas progresistas que puso en práctica para sacar a su país de la crisis», adormeciendo a los colectivos de lucha obrera que no vieron el trampantojo.

A partir de ahí, la locura. Libertad de mercado como sinónimo de esclavismo obrero al por mayor; liberalismo económico como analogía de salarios de miseria y subsistencia, que no existencia, enarbolando el dogma del derribo de barreras de mercado en una sociedad que sigue levantándolas contra los derechos humanos. Los productos traspasan fronteras; las personas se desangran en las concertinas.

Y el desfile del horror continúa. Presidentes electos negacionistas de las más de treinta mil víctimas de la dictadura en su país rizando el rizo lingüístico y autoproclamándose «liberal libertario», motosierra esquizoide incluida. Presidentas de comunidades autónomas que nunca miran a los ojos de quienes las interpelan reivindicando la libertad de exigir precios de alquileres astronómicos mientras las redes se inundan de anglicismos baratos (cohousing, coworking…), para esconder debajo de la alfombra la realidad de millones de personas que invierten su salario al completo en realizar su derecho constitucional a una vivienda. Grupos de extrema derecha cacareando su libertad para insultar y negar mujeres asesinadas mientras hablan de la imposición y adoctrinamiento del lobby feminista sobre sus mentes heteropatriarcales bienpensantes al más puro estilo de un anuncio rancio de brandy Soberano.

Presentadores de programas de televisión que en prime time denuncian la falta de libertad para poder mofarse de integrantes del colectivo LGTB o personas discapacitadas, suspirando por un pasado que para ellos siempre fue mejor, pero para la gloriosa Nieves Concostrina siempre fue sólo anterior.

Y por supuesto, la libertad de conciencia, pica de lanza de la doctrina católica respecto a la relación de su ser supremo con su creación, el hombre. (Sí el hombre, que ya dejan claro en su libro mágico que la mujer fue una revelación a posteriori, algo así como un refrito culinario a partir del plato principal).

Y esta que escribe es una conocedora amateur de la economía y de su mundo, pero de condicionamientos morales sabe mucho, y de las imposiciones y perversiones que en pos de la libertad individual imponen los de la mitra y la sotana. Porque si hablamos de chiringuitos, el de la iglesia es el más grande precisamente por lo que tiene de intangible. Porque para la iglesia el hombre es libre de pensamiento, palabra y obra. Pero la espada de Damocles cuelga siempre amenazante. Eres libre dentro del redil que marca la promesa del paraíso. Libre de actuar según tus propias normas, pero tu alma condenada a la eterna damnación por haber osado ejercer tu libertad. «Pero ahora que han sido liberados del pecado y se han puesto al servicio de Dios, cosechan la santidad que conduce a la vida eterna» (Romanos 6:22). La libertad al servicio de alguien, de algo. La libertad como moneda de cambio moral.

Volviendo al artículo de Darío Adanti, leemos en el cierre lo siguiente:

«Tal vez sería bueno no comprar el marco semántico de esta ultraderecha reaccionaria disfrazada de nueva y alternativa y seguir reivindicando la palabra libertario como parte de la tradición obrera, en memoria quienes se dejaron la vida literalmente para que nosotros tengamos hoy los derechos que esta misma ultraderecha nos quiere arrebatar demoliendo el único dique que tenemos para contener su depredación: el Estado de Bienestar».

Porque somos libertarios. Y lo fueron otras y otros antes.

«Furia Libertaria» es el título que recibe el documental que da testimonio del mitin de la CNT en la plaza de toros de San Sebastián de los Reyes en 1977, tras 40 años de represión y silencio. Y a pesar de las trabas, el mitin fue un éxito, más de 25.000 personas llenaron la plaza y otras más de 15.000 se quedaban fuera por falta de aforo en un momento en el que aún no estaban legalizadas las organizaciones sindicales. Y la CNT dio un puñetazo en la mesa. La organización obrera que llegó a congregar dos millones de personas afiliadas durante la guerra civil, la que frenó la sublevación armada en primera instancia. Hoy parece que nunca hubiéramos existido. O al menos que vivimos en los márgenes de lo que fuimos, o pudimos haber sido.

En ese mitin, Fernando Carballo, un histórico del sindicato, afiliado desde la clandestinidad en 1936 e hijo de un militante fusilado por la dictadura, se dirigía a la juventud presente en la plaza:

«Vosotros jóvenes libertarios, sois los que tenéis que liberar a España, los que tenéis que hacer la confederación potente, los que tenéis que hacer un movimiento libertario capaz de arrasar al fascismo y al capitalismo. No destrocéis vuestras manos aplaudiendo al orador. Destrozad vuestras manos destruyendo al fascismo internacional».

Sacando músculo, ese mismo año, en julio, se congregaban más de ciento cincuenta mil personas en Montjuic, Barcelona. Federica Montseny primera mujer en ocupar una cartera ministerial y otra militante histórica del sindicato, abandonaba por fin su exilio forzoso para recordar con sus primeras palabras a toda la gente sepultada en las fosas «(…) de esta montaña de Montjuich coronada por un castillo en donde tantos de nuestros compañeros y tantos hombres de izquierdas han dado su vida por la libertad». Recordaba también las colectivizaciones de Cataluña como único ejemplo de autogestión del mundo, y arengaba a la gente asistente a sindicarse más allá de las grandes movilizaciones y mítines, constituyéndose en un arma real de lucha para la clase trabajadora. Y concluía: «Vamos pues, hacia el comunismo libertario».

Y a pesar de la retórica solemne y exaltada de estas grabaciones, que nos lleva a un pasado no tan lejano, hay una verdad que rebosa cada minuto de metraje, y que nos reconcilia con el hecho de ser un eco de una época que parece enmarcada en sepia. Porque fuimos, seremos. Porque luchamos, lucharemos. Porque el ideal libertario no será pervertido mientras quedemos quienes queramos seguir hablando, desde fuera o desde dentro, militando o en la retaguardia, pero siempre anarcosindicalistas. Porque nuestra furia nace de la conciencia cierta del ideal común, más allá de esa libertad que nos venden, prostituida por la egolatría y el individualismo. Porque nuestra furia es como el verano invencible de Camus: «en mi mundo hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta».

Y aunque nosotras y nosotros seamos sólo los rescoldos, ARDED. Y recordad que el fuego no da sombra, y que la libertad no prende en ninguna antorcha. Se lleva en los corazones que recuerdan otros presentes y futuros posibles.

«No hay nada tan increíble que la oratoria no pueda volverlo aceptable» (Cicerón)

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