«Recuperar la soberanía perdida». Como grito de guerra para una sociedad en crisis, empobrecida y desorientada, no está mal, aunque sea difícil recordar cuándo tuvimos tamaño poder. En esta democracia liberal, si la memoria no falla, los grandes acuerdos han sido y son tomadas en despachos, sin luces ni taquígrafos, ni tampoco rendición de cuentas por parte de los negociadores; por no hablar, claro está, de la dictadura fascista, que se define precisamente por la ausencia de controles a una autoridad omnímoda. Pero, en cuanto relato, tiene una capacidad evocadora de tiempos pasados que, a buen seguro, reconforta los oídos de aquellos que, habiendo tenido una vida asegurada, o habiéndoseles asegurado que la tendrían, se enfrentan a un presente desolador.
La letanía soberanista se ha hecho popular en el panorama digital. Medios y redes sociales se sirven de ella como la guinda de un discurso, próximo en ocasiones a una izquierda supuestamente obrerista, aunque bastante alejada del mundo del trabajo actual, y en otras lindante con un nacionalismo que en poco o nada se diferencia del fascismo. Pero no encontraremos en esta retórica ninguna amalgama ideológica, como se pone de manifiesto en su rechazo hacia todo aquello que se aparta del sujeto al que quiere dirigirse: una clase obrera excluyente en lo étnico, lo sexual, o lo afectivo, entre otros. Una clase obrera entendida como una comunidad que suministra una identidad hegemónica y uniforme, hasta el punto de que lo obrero parece contingente, una mera excusa que vale como toque de corneta. La prueba está en que, aunque es hostil contra una izquierda a la que se pinta hundida en causas, identidades y luchas ajenos a los trabajadores, el neocomunistarismo tiende a responder con el silencio ante las demandas de solidaridad por cualquier conflicto laboral.
En principio, lo expuesto no iría más allá de una frikada de Internet. Pero hay que empezar a preocuparse cuando este discurso neocomunitario traspasa las pantallas y aparece en un acto oficial en La Moncloa, como ocurrió el pasado mayo de la mano de una joven escritora, de cuyo nombre no me quiero acordar, durante la presentación del insulso informe España 2050 sobre depoblación rural. En primer lugar, porque apunta a una instrumentalización del discurso por parte del gobierno de turno, lo que obliga a desenmascararlo. En segundo, y no por ello menos importante, por la gravedad de sus afirmaciones.
En efecto, la interviniente, que habló sobre la precariedad juvenil y la falta de incentivos para la natalidad -de lo que culpó al «capitalismo global y europeo», olvidando significativamente al español-, cuestionó el fenómeno migratorio, al que describió de forma retorcida como «robo de mano de obra», equiparándolo de facto a la esclavitud. Pero la ponente, muy conocida por su nostálgico repaso en forma de libro a la España de los 80 y los 90, del que también se hizo eco en su parlamento, no encontró ningún hueco para hablar de la dura realidad de los trabajadores migrantes en aquellos años. Hablamos de vidas marcadas por la explotación, la marginación y el racismo, que solo saltaron a los titulares por dramáticos sucesos como el asesinato de la empleada del hogar de origen dominicano Lucrecia Pérez, o la persecución contra los jornaleros africanos de los invernaderos de El Ejido.
Como vamos viendo, ya no es que el neocomunitarismo desconozca la realidad de la clase obrera y la confunda, sino que la termina dividiendo y debilitando. Y aunque puede haber detrás ciertas confusiones epistémicas -como entender que las identidades son compartimentos estancos-, lo cierto es que el neocomunitarismo actúa en la práctica como ariete del Capital. De ahí que haya que plantearse una batalla de las ideas donde el anarcosindicalismo ocupe un papel relevante.
¿Por qué el anarcosindicalismo? Porque, bregado en la lucha de clases durante más de cien años, sus principios, unión -de todas y todos-, acción -no contar con mediaciones- y autogestión -no recibir ayudas de entes ajenos-, siguen siendo válidos. Porque no figura entre quienes han propiciado un marco laboral donde obreras y obreros cuentan cada vez menos. Porque cuenta con una organización sindical que día a día va extendiéndose por los centros de trabajo. Porque su compromiso con la lucha se patentiza en la represión que sufren sus militantes, como se pone de manifiesto en la injusta condena recibida por los siete sindicalistas de Xixón. Porque, aunque en ocasiones guste de regodearse en el pasado, tiene todo un futuro por conquistar.
Si la moda, las redes sociales o los gobernantes nos imponen un discurso neocomunitario, lo contrarrestaremos con palabras y con hechos. Con formación, lecturas y debates; y con solidaridad y apoyo mutuo. Como bien sabemos quienes estamos en el sindicalismo, nada está escrito para siempre, y si lo que ayer era un derecho hoy pasa a ser algo superfluo, ¿qué no ocurrirá con los conceptos sobre los que descansa? Por eso hay que estar también preparado para el combate intelectual.