COLUMNISTAS | ENRIQUE HOZ
De
niño era socio de un Club Recreativo donde se realizaban numerosas
actividades lúdicas y la mayoría de los domingos teníamos sesión
de cine. Un día nos proyectaron una película cuyo argumento iba en
la onda de la archiconocida Tiburón con la diferencia de que,
en este caso, le habían asignado el papel de malo a un oso.
Por
aquel entonces yo estaba acostumbrado a la candidez del oso Yogui y
sus andanzas en el parque de “yelistoun”, así que, de
repente, tener en la pantalla a un oso descomunal repartiendo
guantazos me hizo regresar a casa un poco temeroso. Al llegar me
encontré con que no había nadie. Entré con paso firme. El más
leve ruido fue suficiente para imaginar osos saliendo de todas partes
y, presa de la angustia, opté por pensar con las piernas. A la
carrera crucé la cocina y avancé hacia el balcón convencido de que
antes de que me pillase un oso saltaría al vacío. Allí me quedé
hasta que llegaron mis padres.
Ver
a aquel oso erguido sobre sus patas traseras que de un zarpazo lo
mismo arrancaba cabezas que dejaba los cuerpos como un traje de mil
rayas, me dejó mal cuerpo. Aunque no siempre usaba este sistema de
aniquilación. También recurría a abalanzarse sobre sus víctimas y
abrazarlas con tal presión que no paraba hasta que les juntaba el
pecho con la espalda.
Abrazar
es un instinto, una respuesta natural a sentimientos de afecto,
compasión, alegría, ayuda mutua, ahuyenta la soledad, aquieta los
miedos… Entre el abrazo del oso y el abrazo como gesto natural
social dista un abismo.
Leí que los popes de CCOO y UGT vinieron a Bilbao a celebrar el 1º de
Mayo. Qué majos van de la mano, cuando no abrazándose. Alguno de
los abrazos de esta pareja ha ilustrado esos grandes Pactos de Estado
con los que, nos cuentan, mejora nuestra calidad de vida. Ahora que
llegó un nuevo 1º de Mayo, ahora que se acercaron a Bilbao, me
gustaría que esas situaciones que ellos provocan con sus abrazos
adquiriesen un efecto bumerang y los que ahora sufrimos las
consecuencias de tanto abrazo en los despachos tengamos la suficiente
capacidad para hacer que a estos politiquillos no les quede otro
camino que escapar aterrorizados a sus balcones. De ellos, y nada más
que de ellos, dependerá que salten al vacío o no.