365 marzo 2010

A la sombra del patriarcado

La igualdad no consiste en tener una ministra de
Igualdad. Tampoco consiste en poder ser ingeniera, directora de arte o
jefa a secas. Igualdad es poder quedarse embarazada sin correr el riesgo
de que te despidan. Es tener el mismo sueldo que un hombre en la misma
categoría laboral. Igualdad es también el derecho a recibir el mismo
trato médico que los hombres, como denuncia Carme Valls-Llobet en su
libro Mujeres, salud y poder, donde expone que el dominio masculino de
la medicina invisibiliza las enfermedades específicas de la mujer, las
considera de menor gravedad y por último las controla mediante una
medicación sistemática. Valls-Llobet alienta a las mujeres a rebelarse
ante quienes les recetan ansiolíticos a la primera de cambio, les dicen
que tener anemia o dolores es «normal», o achacan un origen
psiquiátrico a la mayoría de sus problemas de salud.

En una sociedad que presume de primermundista, es bien
fácil comprobar cómo los clichés de género perviven allí donde está
garantizado que se fijarán de por vida: la educación de los niños. El
sector del libro infantil sigue estando claramente marcado por el
género, tras la reacción equitativa de los años 70 que promovió modelos
infantiles con un reparto más equilibrado de los roles sociales. Se
avanzó hasta que en los años 90 llegó a producirse cierta relajación del
discurso igualitario: quizá la mujer ya había avanzado «lo suficiente»
y el sentir general era que se corría el riesgo de las niñas se
convirtieran en una suerte de niños adulterados. La solución para
recuperar «lo femenino» ha sido una vuelta atrás a la literatura rosa y a
las historias de princesas. Teresa Colomer, directora del máster de
literatura infantil y juvenil de la Universitat Autònoma de Barcelona
(UAB), explica que al disminuir la alerta sobre el avance de los valores
igualitarios los libros siguen ahora las leyes del mercado, y el
mercado es conservador. Esto está englobado en un movimiento social más
amplio donde se encuentra también el fenómeno de las top-model,
actrices y cantantes: mujeres emancipadas, que han ganado en autonomía o
agresividad, pero cuya meta es gustar al varón, al que acaban
sometidas. Distinto embalaje con un barniz de descaro sexual y tatuajes,
pero mismo final que Blancanieves en brazos de su príncipe azul.

El estereotipo del príncipe, el más peligroso de los
cuentos infantiles, es el referente irreal que enseña a los niños que la
conquista es algo vinculado a la hombría y a las niñas que el ideal es
someterse al hombre a quien cambiarán gracias a la acción mágica de un
beso.

Los conceptos de batalla, conquista y sumisión
inherentes al patriarcado están vigentes en todas las culturas del
mundo, aunque en algunas como la nuestra se encuentren aderezados con
una estética moderna. En la novela gráfica recientemente editada
Génesis, de Robert Crumb, una ilustración literal del primer libro
sagrado de los hebreos, podemos encontrar varios ejemplos de la recesión
del matriarcado, estrato cultural fundador de la cultura occidental y
presente en toda la Antigüedad, ante el patriarcado que representaban
las religiones judeocristiana e islámica y que continuará durante el
imperio romano y el cristianismo hasta nuestros días.

El patriarcado se emancipa de los ciclos naturales y
privilegia lo racional, la individualidad, la guerra y la autoridad de
un dios celeste en detrimento de las múltiples divinidades femeninas. La
mujer pasa a ser moneda de cambio y mero soporte reproductivo de los
genes masculinos. Su ámbito es el doméstico y su presencia queda
relegada ante el despliegue de autoridad estratificado del hombre. No
necesitamos remontarnos miles de años: los patrones siguen vigentes en
diversos grados, desde los cuentos de princesas en el variado espectro
del rosa, hasta los asesinatos a manos de parejas y exparejas de
mujeres cuya única aspiración era deshacerse del príncipe azul de
mentira que les habían vendido.

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