En 1936 las Olimpiadas se celebraron en la Alemania controlada por Adolf Hitler y el Partido Nazi. Un Estado totalitario, agresivo y militarizado, con un importante número de sus habitantes represaliados e internados en campos de concentración por causa de sus ideas (anarquistas, comunistas, socialistas, etc), creencias religiosas (testigos de Jehová, judíos), etnia (gitanos), orientación sexual (homosexuales), organizaba un evento mundial que, en sus principios teóricos, debería ser un canto a la unión de la Humanidad alrededor del deporte ejercido de forma libre y voluntaria.
Realmente no fue así. Al igual que el Mundial de fútbol de 1934 en la Italia fascista, lo que primó fue la propaganda del régimen y el ensalzamiento de la superioridad de la raza aria (idea absurda pulverizada, entre otros, por un atleta negro llamado Jesse Owens), todo ello con la ciega complicidad de la multitud de países que decidieron acudir a la cita olímpica oficial. La no-oficial, la de quienes rechazaban el nazismo, la Olimpiada Popular, se iba a celebrar en Barcelona en agosto, pero el fascismo en forma de golpe y guerra civil vino, como hecho a propósito, a desbaratarla.
De nuevo un régimen totalitario, militarizado y represor que encarcela a sus ciudadanos por sus ideas, creencias, etnia y orientación sexual, que organiza asesinatos públicos en estadios (esos mismos estadios destinados a la práctica deportiva y en los cuales la represión semeja un nuevo sangriento y execrable deporte), que no ha dudado a lo largo de su Historia más reciente como nación «comunista» en masacrar a millones de sus habitantes, que mantiene a sus habitantes en un régimen de semi-esclavitud sin ningún tipo de derecho sindical o laboral, con jornadas prolongadas y sueldos de miseria, que ocupa otros países como el Tíbet arrasando la cultura, la sociedad y la libertad de elección de sus habitantes, organiza unos Juegos Olímpicos con la aprobación mayoritaria de las llamadas democracias.
Ese Estado es el encargado de llevar a cabo un evento deportivo mundial en el que, desgraciadamente e igual que en el 36, son más importantes las connotaciones políticas y económicas que las deportivas o las condiciones de vida de los habitantes del país en que se celebra, por mucho que digan los estómagos agradecidos de los Comités Olímpicos, entre ellos el español, que las Olimpiadas van a traer libertad a China. Es de suponer que estos señores de los Comités serán quienes, cuando los tanques avancen sobre quienes reclamen libertad y el fin del régimen dictatorial del Partido Comunista Chino, como ya sucedió en Tiannanmen, ocuparan la primera fila entre quienes reclaman esa libertad que dicen llevaron las Olimpiadas y pararan la represión al grito de ¡Citius, Altius, Fortius!.