Los niños de Frau Riefenstahl

hasta las vacas fuimos

sin saberlas allí, lentas, rumiando

mediodía, doradas, casi enterradas

Olvido García Valdés

Los niños de Frau Riefenstahl

recorren la Gran Vía

después de medianoche.

Forman un ejército

de fascistas hermosos,

una imagen

cinematográfica:

han salido a su madre.

Ya han llegado a Callao y desde allí

descienden

hacia Plaza de España,

hacia nosotros.

Únicamente conversamos

cuando se empieza a oír

la marabunta,

cada vez más cerca, más sonora.

Como si hubiera un cambio de rasante

antes que el cuerpo

ascienden las cabezas

proporcionalmente grandes y melódicas,

con la tuerca que sostiene la sonrisa

de los pequeños caballos del tiovivo

al que Leni las lleva los fines de semana

si son buenas.

Visten ropa infantil,

pero es visible

el futuro perfecto de sus cuerpos:

uniforme prusiano,

dentadura mariana,

los pómulos

del primer indoeuropeo,

el nadador macera

los músculos por Roma,

el bálano por Roma,

la saliva espera dentro de los labios,

controlada.

Sonríen

por estas intachables y prepúberes

poluciones nocturnas.

Marchan en perfectas filas y columnas

ocupando de un extremo a otro de la acera

ensanchada por la Ciencia Política

para que entren veinte niños de Riefenstahl

por línea:

delante, los arqueros,

les siguen los jinetes,

los rumiantes,

los tanques bíblicos,

en el centro

la gran mamá nocturna,

(la mamá que mastica,

la mamá-solitaria),

atrás,

las hienas

con la histeria estomacal de la ironía.

Lo primero que se oyen son las botas y las voces.

No sólo cantan,

no se animan con respuestas de entrenamientos militares

no lanzan proclamas al unísono;

cantan, se animan y proclaman

todo junto

porque al rato son pájaros,

gritos de pájaros chocando contra rocas,

gritos de alerta,

de victoria

que avistan a la presa,

sonando desde ojos que miran siempre al frente

y no nos atrevemos a movernos.

Estas aves

levantarán el vuelo

cuando corramos.

Jóvenes promesas

de la solución,

se suben a la cama de su padre

si habla en sueños,

pegan su oreja de ternera a nuestros labios.

Querubines, proporcionales áureos,

desde su altura alada

ven niños africanos

con hígado inarmónico

y caen.

Y nosotros,

tan feos, rompefilas,

es necesario auparnos

para alcanzar la mesa de Mengele.

(¿Podríamos escapar?: Viene, olímpica, América,

con la capa y la antorcha

y la parte de atrás del autobús).

Estos ángeles

del multiplicador de la eficiencia

y del aparato digestivo

aparecen en época de hambre.

A los enfermos

los llevan hasta el campo

para enterrar, como la vaca, medio cuerpo.

Ella conoce la montaña,

la mira cada día de cara a la pared.

Allí rebosa el arca.

Han venido a salvarnos.

Hemos sido mujeres

asociales,

sin patria ni cultura,

mujeres que follan a horcajadas.

Somos aquel ladrón.

Hemos rezado

rodeados de vidrieras

en la licorería.

Probamos la mordida

del ácido en la placa de metal.

Nos procesan

por la mística después de medianoche

en los lavabos públicos.

Es inútil correr,

guarecerse en los bares

-buscar las bondades del serrín-

o en los aparcamientos

-el brazo subterráneo-

ya lo habíamos visto en las películas:

las aves se entierran en cristal

y abren el paso,

hay leones romanos

en el túnel.

Se produce una estampida controlada.

Moriremos bajo unas botas del 14.

Ellos se ocuparán de nuestro estómago,

el mismo que nos crece cada día,

el mismo que devoran cada noche.

Podemos ver la máquina

que enjabona y enjuaga

el pavimento.

Cuando amanezca,

la calle será blanca.

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