La crisis financiera provocada en 2008, que empezó por la amenaza de quiebra de los bancos (entidades privadas) y que luego se convirtió en crisis económica cuando los estados tuvieron que sufragar las deudas de esos bancos (con dinero público) ha producido numerosos “daños colaterales” en los derechos sociales y colectivos de la mayoría de los países europeos.
Uno de esos múltiples efectos ha sido volver a poner en cuestión los servicios públicos –si es que alguna vez desaparecieron del debate-, la naturaleza de la administración y sus recursos económicos y humanos. Una buena parte de las medidas exigidas por el FMI (Fondo Monetario Internacional) y los bancos franco-alemanes para “auxiliar” a los países del euro al borde de la quiebra (hasta el momento, Grecia, Portugal e Irlanda) ha sido, entre otras muchas, recortar el “tamaño” de sus administraciones, privatizando empresas públicas, reduciendo plantillas y servicios y recortando las prestaciones sociales. Estas medidas, ya promovidas por el FMI en Sudamérica y otros países en “desarrollo” a lo largo de la década de los 90 del siglo pasado, supusieron tal recesión económica, aumento de la pobreza y la desigualdad, que habían sido puestas en entredicho incluso por los economistas liberales.
No obstante, vuelven a ser puestas en práctica, ahora en Europa1 , con el mismo objetivo que entonces: garantizar que los estados van a poder seguir pagando los intereses de su deuda con los inversores extranjeros, es decir, los bancos, a costa del dinero –y los derechos- de sus ciudadanos. La administración se sitúa por tanto en el centro de la diana de los recortes; el número y la productividad de sus trabajadores es cuestionado de forma permanente; al mismo tiempo se recorta, en algunos casos drásticamente, el presupuesto que sufraga los servicios públicos.